El libro tiene dos partes: Cuaderno de Provenza y Junio en casa del doctor Char. La primera estaba incluida, con un título similar, en Diario de un acercamiento, un estupendo libro en prosa publicado en 2008; la segunda la encontramos en Canción del distraído (2015), el último libro de poemas de Valero, que recoge gran parte de su poesía.
Poeta que espera
Brillante ensayista y narrador (también traductor y editor), Valero es, sobre todo, poeta. En sus poemas apreciamos la hondura y belleza con las que expone lo que no tiene nombre, lo que percibe por los sentidos pero no está en la superficie de las cosas, la verdad que ilumina y transmite su mundo poético, lo que se intuye como un auténtico compromiso moral con la poesía, “el idioma de nuestra perplejidad”.
Admirador de Rilke, una presencia habitual en sus libros, y de Seferis, editor de Juan Ramón, traductor de Vinyoli (imposible olvidar su versión de Paseo de aniversario), su voz se emparenta con las de Claudio Rodríguez y Antonio Gamoneda.
En sus poemas está la naturaleza, el amor y el desamor, la soledad, la luz, el paso del tiempo (“A donde no queremos ir / allí nos lleva el tiempo”), a menudo largas reflexiones o diálogos con él mismo o con el lector, insistencia en una imagen o una sensación; asombro y descubrimiento y, a menudo, dudas, aclaraciones o énfasis sobre lo escrito.
Necesita las palabras de la poesía “para mirar de nuevo todo lo que ya había visto, con la esperanza de que esta nueva mirada pudiera ofrecerme un sentido de la realidad y, por qué no decirlo, un sentido a mi propia vida”.
Hace ya mucho que esperamos nuevos poemas suyos, pero recordamos que ya dijo que el oficio de poeta consiste en esperar:
“El poeta vive su vida más o menos como los demás, es cierto, pero la vive esperando un próximo poema, vive siempre a la espera, sabiendo que este poema puede llegar mañana o dentro de veinte años o no llegar nunca”.
De momento tenemos –y no es poco– Junio en casa del doctor Char, la segunda parte de este Breviario provenzal que comentamos. Son treinta poemas en prosa, con forma de diario fechado; aunque ya estaban en Canción del distraído se disfrutan (más y mejor) ahora, a solas, sin otra compañía que la del cuaderno de viaje del autor.
Leemos en una de las entradas del diario:
Azotado por el calor, he salido esta noche al jardín, he pisado ciruelas con mis pies descalzos, he lavado mi herida con el aroma de la menta. Me he quedado dormido sobre el césped, desnudo, hasta que los mirlos han traído hasta mí el día nuevo con su canto exaltado.
De mi boca ha salido entonces la espuma de una felicidad desconocida, un aliento con olor a estrellas húmedas.
Cuaderno provenzal
Hace tiempo que disfrutamos con los libros en prosa de Valero, con sus ensayos o sus narraciones, o sus textos híbridos (que son, a la vez, memorias, ensayo y relato). Entre los imprescindibles, todos publicados en Periférica, seguro que están Walter Benjamin en Ibiza. Experiencia y pobreza (2017), Duelo de alfiles (2018) y su aún reciente Enfermos antiguos (2020).
Cuaderno Provenzal es la primera, y más extensa, parte del libro. Es un cuaderno de viaje, y mucho más que eso, con episodios singulares de la vida de algunos artistas, un recorrido por pequeños pueblos y parajes de aquella tierra, y reflexiones sobre la vida, la escritura y el arte. Valero hace que nos interese todo lo que nos cuenta, mientras vamos acompañándolo por sus recuerdos y sus pensamientos, compartiendo su mirada.
Como en otras obras del autor, el paisaje es protagonista. Ya en su memorable Libro los Trazados escribió:
El secreto de todos los paisajes
está en su movimiento oculto, sin descanso,
y en el amor que no se ve,
pero quiere ser visto y nos suplica
una mirada nueva y diferente.
Valero nos cuenta un viaje a una “tierra que parece saberse querida y privilegiada, orgullosa de su condición única, de su intenso pasado”, como si “las viejas y sabias redes del entramado –arte, historia, paisaje– fueran más complejas, pero también más luminosas”.
Va “en busca de algunas pocas tumbas, de algunos pocos versos, de algunas pocas pinturas”.
Algunos versos
En Breviario Provenzal encontramos pequeñas historias que enlazan la belleza de la tierra con la vida de algunos poetas que vivieron, o estuvieron, allí: Petrarca, Mallarmé, Mistral, Rilke, Char, Ponge…
Antes que los pintores, nos dice el autor, los poetas inventaron el arte del paisaje, y recuerda que para Emerson solo el poeta reconoce la perfección de la naturaleza y sabe manifestarnos su verdad. Es, por decirlo con palabras que Valero escribió en otro lugar, “el pálpito invisible y seductor de la memoria emocionada”.
No tienen desperdicio las hermosas páginas en las que el autor explica cómo nuestra moderna conciencia estética del paisaje fue formulada por Petrarca en Provenza en 1336, el día en que subió a la cima del Mont Ventoux, contempló deslumbrado el paisaje y “sobre todo su propia vida”.
A veces la lejanía de París se vive con amargura (Mallarmé); otras, el paisaje provenzal se muestra en los poemas “como revelaciones puras de la lengua” (René Char); o la belleza es tan intensa que lleva a la ceguera y a “esperar un milagro que (…) revelara por fin el secreto último del mundo” (Rilke); a veces “por el mismo camino de la conmoción asoma la infancia” (Ponge).
Es admirable el virtuosismo con el que Valero cuenta momentos muy especiales de la vida de grandes poetas. No es solo en este Cuaderno, lo saben bien los que han leído El arte de la fuga (2015), un libro en el que están los últimos días de san Juan de la Cruz, Hólderlin ya con la mirada vidriosa de los enajenados, y aquel Fernando Pessoa del que nace Alberto Caeiro, “ese maestro cantando a la nada que somos”.
Algunas tumbas
“En aquellos lugares –escribe Valero– donde la vida y la naturaleza se expresan de un modo tan rotundo (…) sucede también que la muerte es más visible”. Cézanne nació en Aix-en-Provence y allí, en el cementerio de Saint-Pierre, encuentra Valero su tumba (Ici repose Paul Cézanne).
Picasso murió en Mougins, junto al mar, pero eligió, tal vez por fidelidad a Cézanne, ser enterrado en el jardín de un castillo cerca de Vauvenargues, donde experimentó “la frialdad rocosa de la montaña” y “la sombra verdeoscura de la muerte”.
En Aviñon está enterrada Laura, el gran amor de Petrarca. Un amor sin el cual probablemente no hubiera escrito su Canzoniere y tal vez, sugiere Valero, la poesía moderna sería distinta.
También en la Provenza, en el cementerio de Lourmarin, está enterrado Albert Camus. Ese pueblo lo recorre Valero “una mañana dulce de julio, llena de aromas, de sol suave”, y llega a la tumba de Camus. Nos cuenta, y conmueve cómo lo hace, que en 1958, con el dinero del Premio Nobel, compró en ese lugar, entonces un sencillo pueblo rodeado de viñas, una casa y allí, en esa tierra que le recordaba Argel, empezó a escribir El primer hombre, ese libro inolvidable cuyo manuscrito apareció entre los hierros de lo que quedó del coche en el que se estrelló el 4 de enero de 1960 cuando viajaba de Lourmarin, de donde había salido el día anterior, a París.
Algunas pinturas
Valero abría su Diario de un acercamiento con esta cita de Cézanne:
La materia de nuestro arte está ahí, en lo que piensan nuestros ojos…La naturaleza se las arregla siempre, cuando la respetamos para decir lo que significa.
Y es que Cézanne, según leemos, no fue el primer pintor paisajista, pero sí el primero en comprender que “la naturaleza está más en las profundidades que en la superficie”. Cerca de Aix compró una casa desde la que veía el pueblo y la montaña de Sainte-Victorie. Aquí, en esa montaña, “culminó lo que Petrarca, casi 600 años antes, había iniciado en el Mount Vedoux”. Sainte Victorie es el objeto principal de su pintura última. Las dos montañas más emblemáticas de Provenza “unidas por dos creadores extraordinarios”.
Al pie de Sainte-Victorie fue a vivir Picasso, pensando en su admirado Cézanne, y en Aviñon fueron sus dos últimas grandes exposiciones.
Desde las ventanas de la habitación de su hotel en Arlés, ya terminando su viaje por Provenza, Valero ve el café que Van Gogh pintó de noche, y recuerda que el pintor conoció muy pronto los campos blancos de nieve y los almendros en flor, pero también, más tarde, “el lado áspero de la Provenza”, y también que Van Gogh y Gauguin iban muchas tardes a pintar muy cerca, a Les Alyscamps, “el más ilustre lugar de enterramiento de la Tierra”.
Paisaje de la memoria
Breviario Provenzal es una delicia, una pequeña y sencilla, lúcida y emocionada, lección sobre las relaciones entre el arte y la naturaleza. “El pasmo inconfesable de Petrarca y el azur de Mallarmé no son la misma cosa, pero su vínculo se hace visible cuando leemos sus poemas, es decir, cuando el secreto ha conseguido ser iluminado y nombrado por fin”.
“Es bien sabido –escribió Valero en otro lugar– que aquel que viaja se lleva a sí mismo consigo, esto es inevitable”. Y en este viaje a Provenza está, en cada página, en cada lugar, Vicente Valero. Vamos siguiéndole a los sitios que visita, a los rincones de la memoria en los que se aventura, y lo hacemos con esa fascinación que nos producen sus palabras, felices como en las mejores historias de W.G. Sebald; no nos podemos ir de su lado sin que sintamos pena y, muy pronto, nostalgia. Más aún en este libro, tal vez porque, como escribió Kafka, y cita Valero, “la naturaleza provoca siempre una nostalgia infinita”.
Ya no olvidaremos que muchos poetas y pintores “descubrieron (allí) la posibilidad de mirar de frente la luz y de nombrarla y que lograron acceder con ella, consciente o inconscientemente, a los reinos siempre oscuros y luminosos de la memoria, uno de los secretos más valiosos del paisaje provenzal”.