Salí de Madrid con las primeras luces del día. Conducía un Tiguan blanco y me acompañaban mi mujer, mis dos hijas y nuestro amigo Abdul, un refugiado de la guerra sin final de Siria que vivía con nosotros desde hacía algún tiempo como un miembro más de la familia. Poco después dejamos atrás el barrio de San Antonio de la Florida, donde vivimos desde hace más de treinta años, y nos adentramos en la extensa llanura manchega, que anega las plazas y los barrios de Madrid como la bajamar inunda de arena la playa. Se había hecho el mediodía cuando divisamos la blanca silueta de Mojácar y sentimos la sal de su mar azul después de haber recorrido 545 kilómetros. Tras un almuerzo frugal y una siesta reparadora, nos instalamos en nuestra casa del paraje de La Alquirica, en el traspatio del casco urbano mojaquero, de manera tan caóticamente organizada que parecíamos un remedo de los Durrell a su llegada a Corfú.
Quizás conviene aclarar que nosotros no llegábamos a la llamada Axarquía almeriense como turistas, ni tampoco como forasteros que, de cuando en cuando, viajan a su segunda residencia, y mucho menos nos sentíamos extranjeros en una tierra que a lo largo del último medio siglo ha ido siendo conquistada por gentes de otros lugares: pertenecemos a este territorio desde el principio de nuestro vivir y cada una de nuestras biografías es un puente colgante entre Madrid y la llamada “Tierra de Mojácar”, que es nuestro paisaje afectivo, la medida de nuestras huidas y de nuestros regresos, la referencia de todas nuestras distancias y querencias. Aquí, en Turre, el lugar de nombre polisémico situado a los pies de Sierra Cabrera, yacen mis primeros pasos, en el imborrable anonimato de sus huellas.
No obstante, en esta ocasión, lo más probable es que nuestra escapada de la capital madrileña también tuviera algo o bastante que ver con esa secuencia epigenética de tres L que los humanos llevamos impregnados en nuestro genoma, y que suele saltar como un resorte desde la cadena cromosómica hasta la conducta personal en caso de epidemia u otro tipo de catástrofe natural: huir luego, es decir, rápido, lejos y volver luengo, o sea, lo más tarde posible. Este “salir pitando” de toda la vida es lo que el escritor Santiago Lorenzo ha redefinido con cierto humor como “arrea jacta est”.
El mismo día de nuestro viaje, la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró la epidemia como “una pandemia de proporciones impredecibles”. En el camino quedaban atrás los balbuceos y las actitudes cambiantes, cuando no contradictorias, de no pocos gobiernos occidentales y organismos internacionales, y en las redes sociales habían comenzado a rodar las verdades decapitadas.
Las autoridades chinas habían hecho caso omiso de los avisos del doctor Li Wenliang acerca de la existencia de casos de neumonía vírica de causa desconocida a finales del mes de diciembre de 2019; de igual modo, los gobernantes del país más poblado del mundo no habían desarrollado medidas adecuadas para controlar los reservorios animales y prohibir o regular de forma mucho más estricta el consumo de algunos de ellos (fundamentado en tradiciones ancestrales sobre pretendidas virtudes nutritivas, curativas o vigorizantes de determinadas especies), factores clave en la posible eclosión de una infección como la del coronavirus, a pesar de las serias advertencias que habían supuesto las epidemias de gripe aviar y SARS años atrás y de que el potencial patógeno del coronavirus se conocía sobradamente desde hace tiempo.
Sin embargo, a principios del año 2020, el Gobierno chino reaccionó de manera drástica –aislamiento radical e implantación de una férrea disciplina– y efectiva tras la confirmación del agente causal (SARS-2-CoV), la secuenciación de su genoma y la constatación del primer fallecimiento. En las semanas siguientes, China marcó la pauta a seguir desde el punto de vista epidemiológico, aisló Wuhan, levantó hospitales en un tiempo récord, implantó medidas estrictas para el control de movimientos durante el periodo vacacional del nuevo año lunar y puso en marcha una serie de procedimientos preventivos y de aprovisionamiento de material sanitario que no tuvieron en cuenta los países occidentales y, así, cuando Italia y España quisieron reaccionar, ya tenían encima una auténtica termita devorando su tejido social.
Al contrario que a China, la pandemia pilló a Europa, y fundamentalmente a los países del sur, sumida en una triple crisis: por un lado, una palpable crisis de gobernanza; por otro lado, los efectos de la onda expansiva de la crisis económica, que se estaba dejando sentir en los recursos dedicados a la sanidad y la salud públicas, y, finalmente, la crisis migratoria. Después, hubo países, como Gran Bretaña, Estados Unidos o Brasil que no quisieron aprender de la experiencia italiana y española, situándose algunos de sus dirigentes al borde del negacionismo.
En la “aldea global” en la que vivimos, no resulta nada extraño que los brotes epidémicos se extendieran, primero, por Asia y el Golfo Pérsico y que, luego, la nueva “fiebre amarilla” afectara a los cinco continentes en un tiempo muy breve; la transmisión por parte de personas asintomáticas, cosa que no sucedía con el SARS o el MERS, resultó determinante en la rápida difusión del virus. A la enfermedad se le acabó denominando COVID-19, un eufemismo políticamente correcto inventado por la propia OMS para no llamarla “resfriado chino”, mientras se deja pervivir en el tiempo el término de “gripe española” para referirse a la epidemia de 1918, desatada en Norteamérica. No obstante, antes o después, saldrá a la luz la información que permita establecer los datos reales de la pandemia en China y su responsabilidad en la causa y extensión de la misma. Seguramente habría resultado bastante más útil que su autoritario régimen hubiera proporcionado información verdadera a tiempo que mascarillas a destiempo.
En nuestro país, algunos de los hechos ocurridos habrían merecido una portada de La Codorniz de no ser porque ya estábamos instalados en un relato cargado del negro realismo de las pestes del pasado: en la última semana de enero, responsables de la salud pública española calificaban de “improbable” la llegada del virus a nuestro país y, en el caso de que así fuera, se trataría de “algún caso limitado”, afirmándose que el temor al virus era infundado y que el uso de mascarillas por parte de la población resultaba excesivo; a pesar de que a mediados de febrero se tuvo que suspender el Mobile World Congress (Barcelona, 2020) ante el rosario continuado de bajas de las compañías participantes y el temor a un masivo contagio entre los asistentes, los mandatarios políticos mantenían que “el peor virus es el miedo injustificado”, mientras los responsables económicos aventuraban que el impacto de la COVID-19 sería “poco significativo”.
Cuando llegó el mes de marzo, con la cifra de 3.000 muertos en todo el mundo, aquí se aseguraba que no existían las circunstancias para suspender los espectáculos masivos, se seguían disputando las competiciones deportivas con total normalidad, se celebraban ferias de arte, mítines políticos y se daba por supuesto la celebración de la próxima Semana Santa o de fiestas cercanas, como las Fallas de Valencia o la Feria de Abril de Sevilla. El coordinador de las alertas y las emergencias sanitarias afirmaba que no había transmisión descontrolada y decía no recomendar «a nadie nada» relacionado con las manifestaciones convocadas en España por el Día Internacional de la Mujer el domingo, día 8 de marzo, y que cada persona debería considerar si asistir o no. Tan solo veinticuatro horas después, el ministro de Sanidad declaraba que “los datos indican un cambio a peor” y admitía la existencia de focos no controlados.
Tres días antes de nuestra partida, en las calles de la capital se escuchaba que no había más virus que el machismo dominante y que debíamos llenarnos de besos como exorcismo contra su contagio. Tres días después de nuestra llegada, en el Levante almeriense se podía sentir en el aire un olor a desgracia y a floración al mismo tiempo: a la desolación de las calles y al desmayo de los días en los pueblos y ciudades, la naturaleza contraponía todo el esplendor que era capaz de alimentar una incipiente primavera, que había tomado impulso con la blanca cuajadera de los almendros y la flor azul del romero, y que acabaría siendo la más lluviosa y rica en colores que había vivido en mucho tiempo. Nunca antes había visto verdear tan tiernas y amarillas de vinagreras las ásperas tierras royas del sureste español.
El sábado, día 14 de marzo, asistí, como una buena parte de la población española, a la escenificación televisiva de lo que, con las sucesivas olas de espuma vírica, acabaría convirtiéndose en “una pesadilla que se mordía la cola”: el presidente del Gobierno, escoltado por varios ministros y resguardado por representantes de los tres ejércitos y del responsable del centro de coordinación de alertas y emergencias sanitarias (CCAES), declaró el estado de alarma en todo el país. Era la primera gran estrategia militar diseñada en la guerra contra el enemigo invisible y, para decepción de la desaparecida Susan Sontag (La enfermedad como metáfora), una vez más se había impuesto tanto el lenguaje y las metáforas bélicas como la teatralización castrense para luchar contra una enfermedad infectocontagiosa. Craso error, porque la retórica militar denota nuestra deficiencia cultural, desenfoca el punto de mira político, desvirtúa el rigor científico y suscita el desasosiego entre quienes la padecen y el desánimo entre quienes la combaten; el valor simbólico de una enfermedad tan devastadora como el sida (El sida y sus metáforas) o la COVID-19 puede llegar a ser tan letal o más que su voracidad infectocontagiosa. En circunstancias como esta “nadie está a salvo, si no estamos todos a salvo”.
En pocos días se acumuló material más que suficiente para poder escribir un breve ensayo sobre la invisibilidad, a la manera de José Saramago: la población se veía obligada a utilizar mascarillas invisibles; en los centros sanitarios solo se disponía de equipos de protección invisibles; el Gobierno fundamentaba sus decisiones en las recomendaciones de un grupo de expertos invisible, y todos nos volvimos invisibles como una oruga bajo su crisálida, salvo a las ocho de la tarde de cada día, hora en la que se producía en cada uno de nosotros una metamorfosis temporal que nos convertía a todos en la misma mariposa que salía al balcón o se asomaba a la ventana para batir las alas en señal de aplauso a los profesionales sanitarios, pero sin la posibilidad de echar a volar.
Algunas actitudes y acontecimientos recordaban ciertos pasajes del Ensayo contra la ceguera, la conocida novela del premio Nobel portugués: “Viendo lo que siempre había visto, era incapaz de reconocer lo que tenía delante”, acaso porque todo se volvía demasiado oscuro: un hundimiento de la economía sin precedentes desde la gran depresión del año 1929; un peligroso deslizamiento hacia posiciones autoritarias en lo político, y un cambio en las relaciones sociales y familiares que, en algunos casos, conducía a escenas que parecían salidas de alguna página del singular José Luis Alvite, uno de esos escritores valientes que son capaces de jugarse la vida en cada relato: “Era tan desconfiado que cacheaba a su madre antes de abrazarla”.
Desde la misma noche del día 14 de marzo se quebró definitivamente el pálpito de los días. El virus causante de la COVID-19 rompió el ritmo circadiano de las personas, al tiempo que rebajó el pulso hipertenso de una naturaleza sometida al estrés humano. Ahora, el polen trasportado por el viento se mezclaba en el aire con una pestífera carcoma diez veces menor que una micra, pero capaz de hacer tambalear los pilares de la historia, de confundir a los líderes políticos y de convertir a los gestores sanitarios en “ciegos expertos”, que, unas veces, nos hacían recordar a los protagonistas del famoso cuento hindú del elefante y, otras veces, a los ciegos de la parábola evangélica (Mateo: 15, 14), tan bien ilustrada en la pintura de Brueghel el Viejo.
Además, el estado de excepción nos arrojó a uno de esos dramas del vivir tan difíciles de olvidar, por muy rebelde que sea la memoria. A diferencia de la continuidad desconcertante de nuestras vidas que sigue a la muerte de un ser querido o al estado de shock colectivo causado por un atentado terrorista o por un desastre natural, ahora el silencio se había vuelto atroz y hasta la más elemental de las partículas elementales parecía haber enmudecido. Algo así debió de ser el rumor del mundo antes de su creación, el vacío llenando la nada.
– José González Núñez es también autor de La historia oculta de la humanidad, obra en la que se aborda el papel de las enfermedades epidémicas en el desarrollo histórico de las distintas culturas y civilizaciones.