Para entonces se había conseguido vacunar a 1 de cada 6 españoles, entre ellos la mayoría de la población de mayor riesgo, y reducir drásticamente la incidencia de la enfermedad, que se situaba por debajo de la de Alemania, Francia o Italia, aunque los vaivenes estadísticos de los diferentes países continuaban y el dato comparativo constituía con frecuencia más un consuelo o un desconsuelo que un referente de valor.
Durante los meses siguientes, la vacunación avanzó rápidamente en todas las comunidades, situándose España como uno de los países con mayor porcentaje de población vacunada. Nueve meses después de que se pusiera la primera dosis, 3 de cada 4 españoles estaban vacunados contra la COVID-19, y mi suerte también estaba cumplida.
En el momento presente todo parece indicar que el pretérito reciente del que tanto ignoramos y tantas veces hemos sentido como un largo camino de soledumbre ha llegado a la estación término, pero, ¿realmente es así?, ¿hemos dejado de percibir este maldito resfriado como interminable? En la tarde de hoy me basta con saber que he sobrevivido y me sobra con la luz crepuscular que se cuela a través de la ventana del salón. Mañana no sé si me conformaré con esta tarde que ya será ayer y, aunque no sepa si me va a gustar lo que viene después, apostaré por el futuro, porque en el vértigo ante la incertidumbre está la vida.
Incluso detrás de las aparentes certezas siempre están ocultas las dudas y, entre ellas, múltiples posibilidades que indagar. En la exploración utópica del futuro –el único mapa recomendable, a decir de Oscar Wilde–, quizás sea lo menos sensato, pero lo más atractivo y emocionante, elegir de entre dos caminos el desconocido y, entre dos caminos desconocidos, el prohibido. Sobre todo si de lo que se trata es de cuestionar viejos paradigmas y hacer un “reinventario del mundo” más propicio al amor, a la búsqueda de la solidaridad como puente imprescindible entre la libertad y la igualdad, a pesar de que los ojos bizcos, las implacables pupilas, las retinas reticentes vigilen, desconfíen y amenacen por todas partes, tal y como nos advertía el poeta Ángel González.
En la calma que sigue a este dulce atardecer otoñal, me pongo frente al ordenador y tecleo algunas de las palabras en trance de desaparecer en las conversaciones corrientes de la gente de la Axarquía almeriense, de esa “Andalucía murciana” en la que se ha ido formando a lo largo del tiempo una manifestación del habla ciertamente curiosa y de la que aseguraba Juan Goytisolo que era “imposible de olvidar por quien la ha escuchado”, porque “acuna como una nana”: albaquira, algarrobarse, anorre, berimbol, clisaero, chanela, devanaera, engalillar, escarcullar, follargas, genares, hilorio, letrino, llampío, palojeo, raspajilar, volaera, yullanar, zalá, zalandro…
Escribo muchas de ellas sin saber decir todo aquello que les pertenece, como tampoco sé explicarme cómo ni por qué, mientras lo hago, comienzan a aparecer en la pantalla las voces a las que se agarró William Faulkner para no renunciar a este mundo enloquecido y las que escribió otro Goytisolo, José Agustín, para Julia: “Nunca te entregues ni te apartes / junto al camino, nunca digas / no puedo más y aquí me quedo”. Quizás todo esto ocurra porque la naturaleza de mi pecé, como la de tantas otras nuevas tecnologías, responde a la del “animalico que no conoce amo”, semejante a la de aquella joven mula de los labradores de Las Norias que arrastraba por la era el trillo en el que nos subían a los niños de cuando entonces y daba vueltas al galope provocándonos la sensación de estar subidos a una atracción de feria a campo abierto, en la que se confundían el vértigo y la diversión. Aunque uno no sea consciente de ello, nunca se deja de tejer la tela de la memoria.
Sigo buceando en internet a mi chana-chana y el interés por el habla de la Axarquía me lleva hasta Joan Corominas y a su esposa, la bedarense Bárbara de Haro, la “mujer de recuerdo inmarcesible”, que es seguramente la fuente oral que le proporcionaba al filólogo catalán los datos que éste refleja en su Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico (DECH) como “oído a gente de Bédar” o escuchado en las “montañas de Almería” para dar explicación de determinados vocablos: abuzado, almostrada, cantigüeso, escullirse, ensilarse, farfolla, frisuelo, garabullo, guiñapero, jinjolero, lacha, lastra, latonero, mejelendero, nublo, payuelas, présol, ranueco, solsa o zafa.
Unas y otras son palabras que han hilvanado silencios y cosido los más diversos parloteos entre nuestros abuelos, palabras que permitían remontar el vuelo de las olas a los pescadores, echarle un par de suelas a los caminos a los recogedores de esparto, leer las cabañuelas de agosto para preparar la siembra a su justo tiempo a los labradores, enlazar la ida con la vuelta de una guajira a los temporeros emigrados a otras tierras (“golondrinas”), hacer tronar entre barreno y barreno un taranto en la garganta de los mineros de Sierra Almagrera…
En este hablar de la gente común de la Axarquía hay palabras sin embozo para decirlas calladamente a la persona amada o para llenar el vacío que antes ocupaba el corazón del amigo, palabras entre las que no faltan la ironía y el humor, pero tampoco voces furiosas, como látigo de domador. Me afano por encontrar entre ellas la palabra que haga latir en el futuro la memoria de este tiempo desvenado, sin claves, como también lo hago por hallar en el DRAE la palabra “condoliente”, esa condición en la que estamos todos los que hemos tenido la suerte de escapar del beribén o de la malencia que nos ha traído la filoxera coronavírica, porque el averío nos ha llegado a todos. Lo que las personas no podemos decir con el lenguaje nos lo dice el lenguaje a las personas, incluso con palabras que han quedado al margen de los diccionarios.
La literatura nos ha ayudado a atravesar esta ciénaga que se nos avecinó un día malaventurado de marzo del pasado año. Durante la travesía hemos visitado el infierno con Dante en aquellas noches taladradas de espanto, en las que el galafate infeccioso con sus uñas purulentas buscaba una espalda después de otra para clavarse, dejar su ponzoña y robarnos la vida o el ánimo; hemos vislumbrado el paraíso con Milton en aquellos días silenciosos en los que, una vez abandonado el trasiego del tiempo, no ambicionábamos más dicha que el arrullo del canto de los ruiseñores bajo la sombra del algarrobo, nuestro particular árbol de la sabiduría; hemos mirado y conocido mejor al hombre, al sano y al enfermo, al supuestamente cuerdo y al loco, con Shakespeare, y hemos descubierto aspectos desconocidos de nosotros mismos con la ayuda de Cervantes. Ahora sabemos que, bajo la máscara, estaba el héroe que aparenta ser y no es, pero también el héroe que se esconde detrás del antihéroe que solo quiere ser un tipo común y corriente.
Los buenos ratos de lectura nos han permitido sostener la rutina cotidiana sin que se derrumbara la t y provocara la ruina sobre la grisura de los días enchironados. Sin duda, los relatos nos ayudarán también a descubrir si el pasado que viene nunca será ya el mismo que el que acaba de irse, aunque con el paso de los días se han ido reduciendo las posibilidades de proteger el mundo y de protegernos nosotros mismos con una vida distinta, más sosegada, al tiempo que ha ido apareciendo la prisa por pasar página cuanto antes y volver a la posición de salida. Hoy, tanto o más que en otras épocas pasadas, es tiempo de leer a los poetas y de “caminar despacio, a ver si, tentado el tiempo, hace lo mismo”, tal y como sugiere Ida Vitale.
Parece que hay una premura injustificada en que todo vuelva a recobrar su densidad anterior, el equilibrio precario entre el peso y el volumen de aquellas cosas que han permitido sostener el boliche diario antes de la pandemia, pero del que existen grandes dudas de que pueda servir para afrontar un “nuevo invierno”, para quedar a la espera de “otro milagro de la primavera” o para vivir en la víspera de otra nueva aventura. En todas las generaciones ha habido gente que ha tenido la sensación de que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero no, cualquier tiempo pasado tan solo fue anterior, y la nostalgia por un pasado mejor puede resultar un arma peligrosa. No obstante, también existen personas y colectivos que se creen destinadas a rehacer el mundo o a impedir que se deshaga.
Dejo para mentes más agudas que la mía las previsiones acerca de lo que está todavía por venir y por escribir. Creo haber aprendido que mi destino está en los demás, que el futuro está en mi propia vida y que este mundo es todo mi patrimonio. Únicamente me atrevo a opinar sobre lo ocurrido en términos muy distintos al del victimismo o al del catastrofismo que arguye por todo razonamiento el del “castigo divino” por no sé cuáles pecados cometidos o el de la “venganza de la naturaleza” por los abusos –estos sí son bastante conocidos– llevados a cabo por el ser humano; si me lo permiten, compartiré este pálpito miltoniano acerca del presente: “Comparado a la dicha, nuestro estado / nos resulta muy cruel, más si tratamos / de no buscar aún penas mayores,/ tal vez la situación no sea tan mala”.
No creo que haga falta recurrir a oráculo alguno para desentrañar las posibles angustias mayores con las que podemos encontrarnos si persistimos en buscarlas. La crisis del coronavirus que estamos atravesando y los problemas de salud pública que ha traído consigo constituyen una prueba abrumadora de la necesidad de un cambio de rumbo en nuestra forma de vida, que ha de ir de la mano de un cambio educativo y cultural, tanto o más imprescindible que el del cambio tecnológico para aquellos que buscan afanosamente la arcadia digital. No se puede olvidar que en el desarrollo de las enfermedades epidémicas intervienen no solo factores biológicos, sino también sociales y políticos. Por tanto, se requiere abordar los problemas desde una perspectiva comunitaria.
En primer lugar, una cosa parece segura a la luz de las evidencias disponibles: “no habrá bienestar humano en un planeta enfermo”. Por tanto es necesario poner freno de manera urgente a la crisis medioambiental: la degradación del medio ambiente por causas naturales o artificiales, como la sobreexplotación forestal y mineral o la agricultura y la ganadería intensivas, junto a otras actividades humanas no deseables, como el comercio no regulado de animales salvajes, y el intenso transporte tráfico mundial por tierra, mar y aire, alteran el ciclo biológico de los microorganismos y ponen al ser humano en contacto con reservorios salvajes que antes resultaban inaccesibles o poco accesibles.
Es de esta manera cómo se crea un rico caldo de cultivo para que uno de los virus más listos entre los millones de su especie que circulan entre los animales de un área reducida adquiera un carácter epidémico y luego provoque una pandemia, contagiando a millones de personas en todo el mundo y provocando un sufrimiento humano incalculable. No hay que olvidar que los virus representan la vida reducida a lo meramente esencial, pero ello no les impide demostrar su ingenio y una capacidad extraordinariamente subversiva cuando la ocasión lo requiere, como han puesto de manifiesto en el último medio siglo los casos del VIH, el Ébola y otros virus causantes de letales fiebres hemorrágicas, el virus de la gripe aviar y los coronavirus.
En segundo lugar, el cambio climático también afecta a la degradación del ecosistema y se retroalimenta con él. A pesar de que existe un consenso científico bastante generalizado de que nuestro modo de producción y consumo energético está ocasionando una alteración climática global, la acción política en la reducción de las emisiones nocivas de gases de efecto invernadero ha quedado muy rezagada. El incremento de las temperaturas medias, las alteraciones en los patrones de lluvia y otros fenómenos atmosféricos están poniendo en riesgo años de avance en salud pública, ya que afectan a la seguridad alimentaria, reducen la disponibilidad de agua potable en muchas regiones del planeta e incrementan los índices de morbimortalidad asociados a inundaciones, sequías, tormentas y olas de calor, facilitando la transmisión de enfermedades infectocontagiosas.
En este contexto, las posibilidades de que surjan brotes de dengue, chikungunya, zika, etc. son cada vez mayores en países dentro y fuera del continente africano. Y el riesgo no se reduce a los virus conocidos o a otros por conocer, sino también a las bacterias, a los hongos y a los protozoos con un importante potencial patógeno para provocar importantes enfermedades respiratorias o digestivas, que siguen siendo una frecuente causa de dolor y muerte. El cambio climático afecta a todo el mundo, a todos los continentes y océanos, y nadie hay a salvo de sus consecuencias. Las oportunidades para que no afecte de manera seria a nuestra vida y a nuestra salud son cada vez más reducidas. Sin una voluntad decidida de actuar de forma inmediata, drástica y sostenida sobre las emisiones de CO2 y de metano por parte de los gobernantes y de los organismos internacionales el problema será irreversible más pronto de lo que podamos pensar. Pero, a nivel individual, no estaría de más y seguir el consejo de Jane Goodall: poner la esperanza en acción, pensar en lo que cada uno sí puede hacer y hacerlo bien, para que, actuando primero en lo más cercano a nosotros, se pueda luego influir globalmente.
En tercer lugar, a nivel sanitario, todavía no se ha hecho en nuestro país lo que parece absolutamente imprescindible: la necesidad de hacer un análisis riguroso de la gestión de la crisis, evitando que el partidismo se imponga a la necesidad política. No se trata de echar o de repartir culpas de manera más o menos gratuita (nuestro males no son responsabilidad de unas cuantas personas supuestamente malignas, como a veces se nos trata de hacer ver por parte de cada uno de los rivales políticos o ideológicos en relación a los contrarios), sino de poner en evidencia fortalezas y debilidades, aprender de los errores cometidos, detectar aspectos claves, reforzar las estructuras sanitarias y mejorar su vertebración territorial (en este sentido, una mejor articulación sanitaria no está reñida con una alta descentralización política, al tiempo que permitiría liberar al sistema de anclajes organizativos innecesarios y facilitaría una optimización de los recursos). Además, cada día que pasa se hace más urgente una reorganización sanitaria con la mirada puesta en la atención primaria y la salud pública.
La crisis económica de 2008 y las estrategias de austeridad implantadas trajeron consigo una merma en la atención primaria de salud, que ya se venía produciendo desde años atrás como consecuencia de las cada vez menores inversiones económicas y las insuficientes adaptaciones realizadas desde que se crearon los nuevos centros de salud y se desarrollaron las especialidades de medicina y enfermería familiar y comunitaria. Si antes de la pandemia la atención primaria reclamaba en voz alta la necesidad de su refuerzo y protección, ahora es un verdadero clamor su papel central en la agenda política.
De la misma manera parece más que aconsejable un diseño organizativo más eficiente de la salud pública para afrontar con éxito los retos de los próximos años. Por otra parte, es necesario dar respuesta a las consecuencias de la pandemia que persisten todavía hoy en las consultas médicas: sigue el goteo diario de muertes como resultado directo o indirecto de la COVID-19, el 10-20% de los afectados arrastran síntomas constantes semanas o meses después de la infección y parece haberse producido una “epidemia emocional”, agravada por la consiguiente crisis económica, que está llenando de tristeza y pesimismo a un buen número de personas. Hay que pasar de una vez por todas de la mera política del “debe ser” o del “hay que hacer” a la verdadera acción política del ser y del hacer.
Por último, es necesario plantearse cómo contrarrestar la falsa ciencia y sus mecanismos de propaganda. Se impone la puesta en marcha de estrategias efectivas para evitar que la infodemia y la ignorancia generen más confianza que el saber científico, procurando no solo producir más y mejor conocimiento, sino también sintetizarlo adecuadamente y divulgarlo de manera didáctica para que sea fácilmente captado y comprendido por los decisores sociales y políticos, los medios de comunicación generales y la propia ciudadanía. Ni siquiera durante el período más intenso de la pandemia nos hemos librado de los bulos y las falsas noticias (fake news), así como de los estragos de la posverdad, esa poderosa arma de desinformación masiva. Más bien parece haber ocurrido todo lo contrario: ha sido un alimiento diario de la pandemia.
Esta corriente, cada día más generalizada, relativiza hasta anularla la importancia de los hechos objetivos y utiliza tanto la distorsión deliberada de la realidad como la mentira desnuda para tratar de moldear la opinión pública en un determinado sentido. Para quienes la siguen, la verdad solo cuenta como una opinión más y el centro de atención pasa a ser el relato de lo sucedido. En ocasiones, de lo que se trata por parte de estos “conductores sin conducta” es de persuadir, ofreciendo soluciones (?) sencillas a problemas complejos.
La noche avanza como una marea viva entre el silencio de las paredes de la casa que nos ha dado cobijo a mi familia y a mí durante el largo año de la peste. Creo llegado el momento de poner fin a este vidario, en el que he tratado de no hacer trampas a la memoria, pero también he procurado que el recuerdo de este tiempo no sea un fardo excesivamente pesado para el que está por venir. Pese a todo, creo con fuerza y con todos los quizás en el espíritu indomable del ser humano, que no se da por vencido ante la adversidad.
Antes de cerrar el ordenador, abro el correo electrónico y me encuentro con el mensaje remitido por un viejo amigo: “Érase una vez un sueño en el que soñaba estar de estas prisiones descargado y, en mi fantasía, pensaba unos cuantos remedios por si volvieran los mismos o parecidos hierros: ante cualquier crisis, no vivir nunca más por debajo de nuestras posibilidades racionales; ante cualquier enrejado, no olvidar que estamos condenados a ser libres; ante cualquier principio de autoridad abusivo, tener siempre a mano el humor, que es quien mejor sabe cargar el arma que puede destruirlo”. Dice que es el comienzo de un cuento que quiere escribir cuando todo esto acabe. No sé qué contestarle, pero me voy a la cama pensando en el cuento y, a la sombra de la luz no usada, acabo soñando yo también: si me despierto antes del colorín colorao y todavía tengo en mi mano la rosa imaginada, le pediré consejo al poeta Samuel Taylor Coleridge para saber qué hacer con ella o, mejor aún, le rogaré que me admita como aprendiz en el laboratorio que aún tiene pendiente de instalar, junto al químico Humphry Davy, para hacer alquimia con la palabra rosa y con todas las demás palabras de la naturaleza.