Los diferentes partidos políticos, con sus respectivas ideologías, parecían estar más pendientes de la confrontación que de afrontar el más grave problema sanitario del último siglo de manera conjunta, y raro era el día en el que no se presentara la ocasión de rememorar las mejores páginas de la literatura de la necedad. Daba la impresión de que solo los sanitarios en la atención a los enfermos, en ocasiones rayando la heroicidad, los investigadores de base, en su infatigable búsqueda de una vacuna efectiva en el menor tiempo posible, sabían ser y estar en su sitio. También la labor de algunos otros servidores públicos, así como la de los empleados de determinadas empresas encargadas de suministrar productos de primera necesidad, resultaba encomiable. Unos y otros siempre tuvieron claro que rendirse no era una opción. Nadie como ellos mostró tanta capacidad de reacción y flexibilidad para adaptarse a las nuevas demandas que la situación exigía.
Con la llegada del verano, el incremento de los nuevos contagios creció paralelamente al aumento de la temperatura, pero, a diferencia de este, no se interrumpió a finales de agosto, sino hasta bien entrado el otoño. Por mi parte, desde el comienzo del encierro, me había quedado sin ese punto de referencia en el que la noche se aquieta y deja que el día comience a ir y venir. Era el momento en el que la caravana de barcos pesqueros salía del puerto de Garrucha para adentrarse en la llanura mediterránea y enfrentarse a los remolinos de viento en su diario batallar. El rugido de sus motores era mi despertador, pero durante la chirona los pescadores se habían visto obligados a guardar en el pósito sus anhelos de latitudes lejanas y a mí solo me quedaba el canto del gallo, rompiendo las costuras de la noche a una hora cada vez más temprana, como señal de un nuevo día.
Una vez que se pudo levantar anclas, mis días volvieron a despertarse con la puntualidad del bostezo de las barcazas rompiendo el azul adormecido de la mar, justo en el momento en el que la noche comienza a sentir los acechos del alba para robarle el firmamento. Soy testigo de ese robo cometido a diario, pero a la aurora no le importa ser vista. Sabe que los insomnes nunca la delataremos, pero, por si acaso, tras jugar un rato con los cielos y colorearlos como lo hace un niño, se los devuelve a la mañana entre el aullido y el recogimiento.
Con los clarores que llegaban por el oriente, cada mañana podía oír en la suave veladura del entresueño al coro de mirlos desperezarse e iniciar su concierto de silbidos. Poco después de despertarme y salir a respirar la primera bocanada de aire de la mañana llegaban los abejarucos dispuestos a contarme sus coloridos cuentos y las golondrinas a dibujar en el aire sus vuelos y acrobacias. Del vientre de la mar surgía un sol de hibisco, que iba perdiendo su color conforme los rayos solares iban ganando altura. A un lado del silencio, el rumor de las olas; al otro, el murmullo cimbreante de las palmeras. Sobre la mesa del comedor, convertida en mesa de despacho, cada día me esperaba el ordenador, con las páginas de Word de la tarde anterior irremediablemente en blanco, a pesar del montón de palabras que se me había quedado dentro como fieras enjauladas, a la espera de que la doma escribidora pudiera transformar en tinta sosegada su sangre furiosa. Cada día intentaba sobreponerme al complejo de inferioridad que se me viene encima siempre que me pongo ante el PC, su poderosa memoria googleliana y la implacable dictadura normativa del corrector. También a la certeza de que la suerte que correrá cuanto escribo será el olvido.
Aun así, me ponía a escribir una vez más, convencido de que la escritura es uno de los ejercicios que me resultan más gozosos, casi tanto como la curiosidad de levantarme y ver el mundo distinto cada día, aunque, eso sí, sin alcanzar la dicha plena que hubiera alcanzado de haber podido vestirme de Gerson, dirigiendo a la maravillosa compañía de samba futbolística que era aquella selección brasileña del mundial de México-70, cuando yo era todavía un adolescente hirsuto. En cualquier caso escribir es una gratificante cita diaria que me obliga a leer más y de mejor manera, a quitarme el insomnio de encima, a anticiparme a las pérdidas que me aguardan, si es que no soy yo la primera de ellas, a despojar a la verdad y a la mentira de cualquier moral prêt à porter, a no dejar de ver lo que está pasando y, sobre todo, a que mi familia y mis amigos me quieran un poco más.
He de decir que uno no escribe para transmitir saberes, sino para descubrir y compartir lo descubierto, y también debo apresurarme a confesar que yo no creo en el escritor doliente -tampoco en el condoliente- ni en la necesidad de amargarle la vida al lector describiendo las canas blancas que van dejando en el pelo las penas negras. Prefiero respirar el aliento verde de los árboles y callarme cuando esto no es posible o cuando no consigo encontrar en la realidad los puntos de apoyo que permitan levantar una buena ficción.
La memoria es un diván en el que se va almacenando no solo lo ocurrido, sino también lo contado y lo imaginado por nosotros y por los demás. Somos lo que recordamos, pero también lo que nos han dicho que fuimos cuando éramos tan niños que solo llenábamos el alma de intuición, y somos lo que hemos elaborado luego a partir de los recuerdos propios y de los de otros. En esa mirada al tiempo sin amarres de la primera infancia, la remembranza que siempre me viene a la cabeza es la del territorio mítico de El Cantal, con sus amaneceres y sus golpes de luz imposibles de escribir.
El Cantal es ese espacio-duende de la costa mojaquera al que tengo necesidad de volver una y otra vez para encontrar huellas todavía no borradas por los vientos del olvido y saber a ciencia cierta que he vivido, para no tener que imaginarme un día desterrado de este mar azul cobalto, en cuyo horizonte se alejan las urgencias, se afinan los sentidos y se alivian las ausencias. El Cantal es la estación (inicio y término a un tiempo) a la que regreso cada vez que atravieso mi particular túnel del tiempo, del mismo modo que, cada otoño, el sabor de la primera naranja de la huerta de La Alcantarilla es mi magdalena proustiana.
Animado por los recuerdos de aquellos días colmados de sueños infantiles, di comienzo a un nuevo libro con la rotunda afirmación que me hizo quien, sin escribir una sola línea, supo llegar a la verdad por la ficción, y que no es otro que el Cuentacuentos de la Axarquía Clío también estuvo aquí [1]. Mientras lo estaba escribiendo, me resultó bastante placentero poder adentrarme en los recovecos de la memoria para compartir con los lectores esa verdad histórica personal, que no es lo que sucedió, sino lo que entendemos o juzgamos que sucedió.
No se trata aquí de construir una autobiografía, más o menos ficcional, que permita imaginarme a mí y a los míos en la historia de un lugar. De ser así podría asegurarles que el verano del 2020 no llegó para mí con los timbales de la noche llamando al ritual de las hogueras de San Juan, sino con un fenómeno verdaderamente extraordinario: el primer día del estío, una manada de gorriones que venía cantando por Camarón el Volando voy, volando vengo se posó en el sombrero del espantapájaros que habíamos puesto semanas atrás como guardián de la brevera que hay en el patio de la casa; cuando el espantapájaros escuchó la canción compuesta por Kiko Veneno, levantó el vuelo, se fue a alta mar en busca de Joselito para continuar la leyenda del tiempo y dejó que los pájaros se dieran un festín. Las primeras brevas del año fueron para los más listos de los gorriones, que no esperaron siquiera a que aparecieran en su piel morada las grietas blancas que anticipan su dulzor.
Sin embargo, no es el momento de elegir entre la fábula y la realidad (cuando esto sucede siempre hay que optar por la primera y, si no existe, hay que inventarla, tal y como afirma mi amigo, el buen boticario y mejor escritor Raúl Guerra Garrido), sino que es necesario volver a este presente en el que nada se parece menos a la realidad que la realidad misma. Si hasta la llegada del ictus coronavírico pensábamos que el tiempo no comenzaba ni finalizaba en sí mismo, en cambio, ahora, lo de ayer, lo de hace nada, se ha vuelto casi todo lejano, inverosímil, rápidamente olvidadizo en la tetraplejia de los días.
Una vez licuado el estado de alarma, hubieron de levantar el vuelo y regresar a Madrid el bueno de Abdul y mis dos hijas. Una combinación de casualidades, lo que de forma castiza se llama chiripa, hizo posible que, a principios del mes de marzo, pudiéramos reunirnos todos por un largo periodo de tiempo, cosa que no ocurría desde hacía algunos años, tanto por sus necesidades formativas y profesionales como por sus actitudes emancipadoras. Cuando las horas recuperaron su reloj, cada cual tuvo que volver a sus propias actividades laborales, más o menos normalizadas, excepto mi mujer y yo, entrados ambos en ese tiempo jubilar del ajardinamiento, en el que ya solo se busca respuesta en la imaginación de la raíz para alimentar la savia memorial del tallo y en la voluntad de los yullanares para convertirse en frutos.
No es que uno haya dejado de sentir el vuelco que corre por las venas, pero lo cierto es que cada día que pasa es más difícil dejarse llevar por los apremios del corazón. En la plenitud del verano nosotros dos seguíamos sin saber dónde había quedado aquella semana de siete días. Daba igual si era lunes, martes, miércoles o jueves, o viernes, sábado o domingo, o cualquier otro día inventado; en esta nueva situación, contar los días de la semana podía ser un acto sin sentido. Ahora, el confín no era la línea que señala los límites de un territorio, sino la línea azul más lejana posible de ese lugar más allá de la geografía que es el mar Mediterráneo.
Atravesamos la calima de julio y agosto con un temblor de máscara, pero aliviados por las continuas idas y venidas de familiares, por la posibilidad de vernos con los amigos al margen de las alambradas coronavíricas y por nuestras excursiones a la busca del baño tempranero que quita las perezas del mundo en las playas de Macenas: Bordenares, El Sombrerico, La Granatilla… nos recordaban ahora más que nunca los días de nuestra adolescencia en los amenes del régimen franquista.
Ha pasado más o menos medio siglo de cuando Mojácar era la Ibiza peninsular, un territorio que ya no puede visitarse ni verse, sino que ha de pensarse desde la memoria y la imaginación para que pueda materializarse cuando se lea al margen de la crónica oficial. Ahora, el antiguo espíritu de la noche, que en aquel entonces se agitaba en El Congo, Zurrigurri, El Pimiento o Tito’s, está en el Aku-Aku, el guardián de los tesoros musicales. Durante el verano de tregua y paz reconstruida del 2020, cada semana, de jueves a domingo, artistas como Jorge Pardo, Niño Josele, Madeleine Bell, y Blanca Paloma acudieron a la llamada de María Flores (Salinas) para aliviar el dolor incierto que nos reúmaba la vida desde hacía ya una eternidad de seis meses y, de esta manera, poder adentrarnos más confiadamente en la madrugada, sin ese temor arrastrado a que se quebrara el sueño de la noche de verano. Allí, bajo sus dos ficus gigantes, en el primer fin de semana de septiembre, pudimos hacer la presentación de Las sandalias aladas de Hermes [2], que desgraciadamente no pudimos llevar a cabo en la mítica Residencia de Estudiantes madrileña a finales de marzo.
Lo que sí nos seguía proporcionando más de un dolor de cabeza y más de un sueño roto era la contumaz visita de los jabalíes. Había noches en las que mis ojos eran como dos perros aulladores y, cada mañana, lo primero que hacía era salir a comprobar el parte de guerra nocturno, rastreando las huellas de los navajeros como quien busca al monstruo que se acaba de aparecer en sueños debajo de la cama, dentro del armario o detrás de la puerta del dormitorio. Cada mañana todo era lo mismo: el horizonte, la suave brisa del aire, la luz cambiante, la barca varada frente a la rada de Almoriac, la vela anclada en su viento, las gaviotas reposando su aliento sobre el rompeolas, y, cada mañana todo era cambiante en el paisaje arrasado por los puercos venidos del monte.
Curiosamente, la fortaleza y la constancia de ánimo que habíamos mostrado ante la adversidad pandémica se zarandeaba ante las repetidas sacudidas de estos enmascarados a cara descubierta, que habían comprendido bastante mejor que nosotros que las noches son el tiempo que no duerme. Se había llegado a una situación en la que se hacía necesaria una decisión drástica para no tener la permanente sensación de ser más tonto que un jabalí. Siguiendo el consejo de un buen amigo, superpusimos a la bardiza epidémica otra contra los jabalíes y reforzamos el cercado con un rabadán eléctrico, que bien pronto demostró su efectividad: con los primeros lambreazos recibidos en una noche de luna oculta y nubes negras, los macarenos interpretaron que el tiempo de sus hazañas en La Alquirica había llegado a su fin y debían buscar otro hígado prometeico sobre el que lanzarse como águilas hambrientas.
La experiencia con los chanchos nos hizo reflexionar si una medida similar no hubiera sido aconsejable para acabar con la fiesta de la idiocia colectiva que arreciaba detrás de cada botellón. Con cada una de estas celebraciones, lo mismo que después de cada madrugada supuestamente mandálica transformada en vandálica, se destrozaba una buena parte de los balates preventivos, se disparaba el número de contagios y se echaba por tierra esa ficción de normalidad proyectada a principios del verano. Por lo demás, el punto de amarre a la racionalidad me lo proporcionaban la información científica facilitada por los excelentes microbiólogos, internistas y demás profesionales sanitarios que forman parte del Grupo Gomis, así como el buen criterio clínico y las recomendaciones de mi médica de cabecera, mientras que el humor marxiano del Grupo Fármago me ayudaba a recorrer el curso que me había dado la fortuna, como si se tratara de la cuarta potencia del alma.
Con la retirada de los jabalíes, de ahora en adelante, no todo sería vigilia cuando el insomnio desgranara mis noches como una panocha de maíz: en los ojos abiertos también tendrían cabida los sueños, como el de despertarme con las palabras que me faltaban por decir en cada frase, en cada nuevo folio escrito que me fuera acercando al punto final del viaje de Clío, o el de recordar frases enteras de algunos libros que me gustan y que ni siquiera existen. De todos modos, los sueños son como las olas que llegan a la orilla de la playa, unas veces surgen lentos y perezosos, y otras, rápidos y ágiles, pero nunca son obedientes. En los sueños, como en la vida, nada hay predeterminado.
– José González Núñez es también autor de La historia oculta de la humanidad [3], obra en la que se aborda el papel de las enfermedades epidémicas en el desarrollo histórico de las distintas culturas y civilizaciones.