Era la primera vez que este tríptico era subastado y partía con un precio de salida de 80 millones de dólares (59,6 millones de euros).
La obra del artista anglo-irlandés superó a El grito de Edvard Munch, que alcanzó en 2012 en Sotheby’s Nueva York, los 120 millones de dólares (91,7 millones de euros), y hasta ahora era el cuadro más caro vendido en una subasta.
No obstante, la obra de Bacon todavía queda lejos de ser el cuadro más caro jamás vendido, título que ostenta Los jugadores de cartas, de Paul Cézanne, que se estima fue adquirido a un particular por la Casa Real de Qatar por 191 millones de euros.
Koons también bate récord
En la misma subasta, la escultura Balloon dog (Orange) de Jeff Koons [1] alcanzó los 58.405.000 dólares (unos 43 millones de euros), lo que la convierte en la obra más cara subastada de un artista vivo.
Francis Bacon y Lucian Freud son ampliamente considerados como los más importantes artistas británicos del siglo XX y eran, además, amigos cercanos. Sin embargo, aunque Freud posaba frecuentemente para Bacon, este último sólo le devolvió el honor en dos ocasiones.
El horror y la violencia
El único artista capaz de convertir la crueldad y lo atroz en algo bello, Francis Bacon, nació en Dublín en 1909 para llevar a cabo uno de los legados artísticos más importantes e inquietantes de todos los tiempos.
Una curiosa sensación recorre el interior de todo espectador cuando se sitúa frente a la obra de Bacon. Es la inquietud, inevitable evocación al hablar del artista anglo-irlandés, que incomoda al público porque, en forma de aceptación o rechazo, identifica su vida con las imágenes que ve.
Bacon es el pintor del horror y la violencia, de la metamorfosis, del paso del tiempo, de aquella generación británica todavía kafkiana marcada por la impotencia de ver su poderoso imperio empobrecido tras las dos grandes guerras, de la descomposición, de lo enigmático, de la tortura, de aquella sociedad perdida en la repentina ausencia de valores religiosos y políticos, de la amoralidad, para muchos, de lo real.
Quienes le conocieron destacan, además de su gran ambición, su mirada, profunda y trascendente, penetrante en el caso de la amistad –relación que siempre entendió como “una situación en la que dos personas se destrozan”–, pero también su pasión y obsesión por la pintura.
¿Delincuente?
Este singular creador, que apostó porque sus cuadros merecieran la National Gallery o el cubo de la basura –sin término medio–, aseguró en numerosas ocasiones que, de no haber sido pintor, habría sido delincuente; convendría, entonces, agradecer a todas aquellas furias que a menudo le acechaban el haberle inspirado para la práctica de la pintura y no para tal dedicación porque, con toda seguridad, también habría convertido la delincuencia en un arte.
Su pintura es clásica porque de lo clásico parte y, sobre todo, porque así lo quería él mismo. Aunque no se le conocieron maestros, salvo Roy de Maistre, pintor australiano poco afamado que le enseñó los rudimentos del óleo, es de sobra conocida su gran pasión por la obra de autores como Velázquez –principalmente–, Goya y, en menor medida, El Greco, Zurbarán o Ribera. Tanto es así, que su mayor ambición fue siempre que su nombre pasara a la historia al lado de este grupo de míticos pintores que, con tan poco, aportaron tanto al devenir del arte.