En situaciones concretas, por ejemplo en las redes sociales, podemos ser tan estratégicos a la hora de difundir a los cuatro vientos nuestras preferencias culturales como en la elección de un prenda para una cita muy especial. Nadie está libre de pecado. Lo que ahora se llama postureo se da en igual medida en el extremo opuesto, es decir también entre aquellos que se jactan de no invertir dos segundos en saber si lo que les gusta está o no de moda. Al final, unos y otros buscan, de alguna manera, la distinción. Unos por exceso y otros por defecto. Como si lo opuesto al esnobismo fuera otra forma de esnobismo.

Podemos tararear o silbar gustosos una exitosa melodía horrenda porque creemos hacerlo desde la superioridad que nos da ser muy conscientes de que es espantosa. Pero lo cierto es que suena en la radio esa canción infecta y si no hay testigos, no movemos el dial. ¿Es grave? Si nos merece un respeto la opinión de un tal Immanuel Kant, entonces sí: la cosa no pinta bien. El filósofo alemán pensaba que en el momento en que uno empieza a disfrutar de algo –con todas las reservas que queramos ponerle–, en ese preciso instante ya se está haciendo un juicio en positivo: te gusta si te proporciona placer y no te puede proporcionar placer si no te gusta. Tan sencillo como eso.

Hay dos maneras de sacudirse las sospechas de que tu gusto no es tan distinguido como presumes. Una es apelar al concepto de placer culpable, esa cuota mínima de mediocridades que puedes confesar sin miedo al linchamiento social. Está al alcance de cualquiera llevar en la recámara unas cuantas canciones, películas o libros de categoría dudosa para sacar en una conversación de sobremesa sin que eso afecte lo más mínimo a tu reconocida capacidad para gozar con el cine de Dreyer, el cuarteto de cuerdas de Alban Berg y las obras completas de Proust.

Ambigüedad

La otra forma, en cambio, exige mucha seguridad en uno mismo, una autoestima a prueba de bromas y un dominio maestro de la ambigüedad si fuera preciso. Andy Warhol se manejaba muy bien en este registro: se jactaba de gustos populares que en lugar de perjudicarle le hacía parecer aún más cool. En España, es un discurso que han sabido trabajar muy bien Alaska y Nacho Canut. Como en el caso de Warhol, lucen gustos desconcertantes que defienden con gracia y que al final les permiten llegar al mismo sitio: a sentirse más distintos que nadie, a diferenciarse del rebaño incluso cuando declaran coincidir con él.

A partir de ahora cualquier análisis sobre el gusto, al menos el musical, tiene parada obligatoria en un ensayo reciente que cae como una bomba en tiempos como los actuales en los que abunda el prejuicio cultural y el gusto selecto se utiliza como arma arrojadiza. Música de mierda, escrito por un crítico de rock canadiense, Carl Wilson, está centrado a priori en la diva del pop Céline Dion. Un periodista encantado de sus exquisitos y minoritarios gustos frente a una cantante que ganó Eurovisión en 1988, que vende millones de discos y que es responsable vocal del baladón por antonomasia de los últimos veinte años, My heart will go on, tema principal de la multioscarizada película Titanic (1997).

La primera sorpresa al asomarse a las páginas del libro es comprobar que tiene más de texto sociológico que musical, sin que eso sea un inconveniente para disfrutarlo, sino todo lo contrario. El autor eligió a Dion porque, puestos a hacer un experimento –averiguar cómo es posible que algo que a él le parecía tan espantoso pudiera gustar a tanta gente–, debía hacerlo con algún artista que le resultara insoportable de manera incuestionable. Fue pensarlo y venirle a la mente de inmediato el nombre de la pobre Céline. Wilson se sumergió en su vida y discografía con el mismo rigor con el que abordaría las de Sonic Youth o Elliott Smith. En su vivienda de finas paredes escuchó una y otra vez su disco más conocido –Let’s talk about love (1997)– para descubrir que le daba más vergüenza que los vecinos supieran que tenía ese vinilo que oírle gemir en compañía de su pareja cuando practicaban sexo.

Es posible que Wilson dedique demasiado espacio a que tratemos de entender mejor a la artista, que no deja de ser una excusa para un ensayo que la trasciende. La enjuicia sin piedad por esa capacidad sin límites de la Dion para apelar a la emoción barata y sensiblera; censura la insufrible falta de contención de su arte canoro, esa irreprimible adicción a las notas más agudas y al abuso de la floritura vocal venga o no a cuento. No todos son latigazos: la defiende abiertamente cuando nos recuerda que en francés, su lengua materna, canta con verdadera alma, pondera su tremenda autodisciplina (puede pasar semanas sin hablar para proteger sus cuerdas vocales)…

El buen gusto

Lo más interesante del libro aflora cuando se mete de lleno en lo que deberíamos entender objetivamente por buen gusto y las dificultades para definirlo. Arriesga una lectura crítica de las teorías ya clásicas del sociólogo francés Pierre Bourdieu, defensor de que el gusto es una cuestión de clase social, que culturalmente a los obreros les privan las mismas cosas y que en el fondo tendemos a hacer un uso interesado de nuestros gustos para distinguirnos de quienes ostentan un estatus social inferior al nuestro y para aspirar al estatus que creemos merecer.

Es una línea argumental que coincide con la defendida hace un par de años por otro crítico musical, Víctor Lenore, en su controvertido libro Indies, hipspters y gafapastas (Capitán Swing, 2014). Lenore detecta un ridículo afán de ciertas clases medias por alejarse de los cánones de la clase trabajadora: “ya que no cobramos mucho más dinero que los obreros, al menos marquemos distancias estéticas (…) todo a nuestro alrededor está diseñado para que nuestros gustos, casi siempre mediados por las compras, sean nuestra principal seña de identidad, que sirve para sentirnos por encima de los demás, por encima del público masivo”.

Wilson condena abiertamente ese tipo de desprecio que movilizan los gustos cool, que no redundan en beneficio de una vida pública satisfactoria y que siembran de prejuicios el universo del pop, tan necesitado siempre de canciones tiernas por mala prensa que tengan. “La gente demanda canciones sentimentales con las que casarse, llorar las pérdidas y romper con alguien, y que esa función importa más que cualquier elemento intrínseco de las canciones en sí”. Si son buenas, cumplirán su misión y si son una mierda, también.


musica de mierdaMúsica de mierda
Carl Wilson
Traducción: Carles Andreu
Blackie Books
216 p
18,90 euros