A une malabaraise
Probablemente Ferré fue el primer cantautor en dedicarle un disco completo a los versos de un autor muerto. Lo hizo en 1957 con Baudelaire y repitió 10 años después con el mismo escritor. Entre medias puso música también a los poemas de Louis Aragon (1961) y a los de Paul Verlaine y Arthur Rimbaud (1964). Cuatro discos que no tienen desperdicio y que a buen seguro tuvo en cuenta nuestro Joan Manuel Serrat cuando decidió asumir un reto parecido en 1969 con Antonio Machado y en 1972 con Miguel Hernández, ambos igualmente soberbios. De los seis bardos citados hasta aquí solo Aragon pudo juzgar el resultado. Consignemos también que con la Canción del mal amado, el poema de Apollinaire, Ferré se marcó un oratorio de tres cuartos de hora que grabó más de una vez.
Lo que parece claro es que con tres discos, el último de ellos póstumo, a Ferré le obsesionaban Las flores del mal, las abrazó como una fuente inagotable de inspiración. Como enorme letrista que demostró ser en multitud de álbumes propios, fue siempre muy consciente del material que se traía entre manos; material que se publicó recién empezado el verano de 1857 y que acabó secuestrado por atentar contra la moral y las buenas costumbres antes de que llegara el otoño. Multa al canto y algunos poemas de la colección censurados hasta mediados del siglo pasado. Precisamente uno de los poemas prohibidos es una de las mejores canciones, Les bijoux (Las joyas), describiendo a la amada con alhajas como única prenda en plan odalisca.
“Ella estaba acostada dejándose querer / y sobre su diván de placer sonreía / a mi amor tan profundo y dulce como el mar / que ascendía hacia ella como un acantilado”. Mención de honor a los arreglos y la dirección musical de Jean-Michel Defaye que acompañan la voz de Ferré en el elepé de 1967, el mejor sin duda. Aquí la música lánguida y majestuosa marida a las cien maravillas con aquella voz tan personal como versátil, que podía pasar de la caricia al arrebato en milésimas de segundo sin resultar nunca cargante por afectada.
Les bijoux
El novelista Antonio Muñoz Molina escribió hace unos años que “leer en voz baja cualquier poema de Las flores del mal tiene un efecto físico e intelectual inmediato, como la llegada a la sangre y de ahí al cerebro de un principio activo de lucidez y ensoñación simultáneas”.
Pues semejante subidón es infinitamente más intenso si las palabras salen de la garganta de Ferré. Y todavía mucho más cuando no se contiene, como hace en El vino del asesino (Le vin de l’assassin) y a varios niveles, con esos tremendos versos iniciales. “Murió mi mujer, ¡ya soy libre! / Puedo beber, pues, cuanto quiera. / Cuando volvía sin un cuarto / me desgarraban sus chillidos”. Y poco después: “La horrible sed que me desgarra / para saciarse necesita / tanto vino como cabría / en su tumba; –y eso no es poco”.
Hay mucho vino entre Las flores del mal como no podía ser de otro modo en el autor de Los paraísos artificiales, territorios descritos a partir de sus experiencias con el opio y el hachís.
Le vin
Aparte de mujeres, joyas y alcoholes, en Las flores del mal hay también mendigas, viejas y ciegos, hay mártires, amantes, demonios, venenos, estampas parisinas y mucha muerte; hay además una bien surtida galería de animales, gatos (“de bellos ojos de ágata y metal”) que tanto le fascinaban, búhos (“dioses ajenos que disparan su roja mirada”) y el célebre albatros, esos pájaros, “reyes del azul, desdichados y avergonzados, con sus grandes alas blancas”, tan parecido a los poetas, que inspiró otra gran canción de Ferré.
El albatros
Aunque los seguidores de Rimbaud harán bien en recordar que el último disco en estudio (1991) del autor de Avec le temps fue para celebrar el largo poema Una temporada en el infierno, la realidad es que Baudelaire, sólo él y nadie más que él, fue el mejor letrista que tuvo nunca el músico Ferré. Al menos para el arriba firmante. Un letrista de lujo para la gran chanson.