Afortunadamente y aunque el título del libro –This will end in tears (2012)- no augura ya de entrada nada bueno, habrá que reconocerle a Brent que, puestos a elaborar esa “guía definitiva sobre las canciones tristes que nos hacen felices”, al menos lo haya hecho con indudable buen gusto. Poco que objetar a la calidad de los cantantes y compositores diseccionados: desde los obligatorios, como Leonard Cohen, Nick Drake, Scott Walker, Billie Holiday, Joy Division, John Dowland o Sibelius a otros menos obvios como las bandas aún en activo Depeche Mode o Radiohead.
Los capítulos responden a una estructura temática que busca abordar también todas las alegrías que uno pueda imaginarse: corazones rotos, llantos desconsolados, rupturas y divorcios varios, tragedias, enfermedades, depresiones, autolesiones, suicidios y en este plan. Brent selecciona para cada bloque varios músicos o bandas representativas y una o dos canciones sobre las que aplicarse en profundidad. El libro es ameno y –sí, sí– muy disfrutable, sobre todo si uno tiene a mano acceso a Spotify y puede ir confirmando sobre la marcha que efectivamente la baladita en cuestión es realmente devastadora o no era para tanto.
Y para los que gustan de las listas, la obra se cierra con una insólita relación de las cien canciones o piezas más tristes de todos los tiempos. Es una lista lógicamente discutible más allá de nuestra seria sospecha de que Brent seguramente no ha oído hablar nunca de Mina o Serrat y ciñe su cosmopolitismo musical a Brel, la Piaf, Víctor Jara y poco más.
Ateniéndonos a criterios de variedad (un rap por aquí, una versión por allá, una más pop, otra de jazz…), de oportunidad (es el año Sinatra) y de inevitable gusto personal, destaquemos una decena del top 100 de Brent. Canciones para chapotear gustoso en la tristeza, incluso aunque uno no entienda una palabra de inglés. Si ya lo dejó escrito el gran Oliver Sacks en su libro Melofilia (Anagrama, 2009) que “la música puede atravesar el corazón directamente, que no precisa mediación (…) que hay una profunda y misteriosa paradoja, pues mientras que esa música te hace experimentar dolor y pesar más intensamente, al mismo tiempo te trae solaz y consuelo”.
Suicide is painless fue una canción escrita por Johnny Mandel y Mike Altman para M.A.S.H, aquella película de 1970 dirigida por Robert Altman (papá además de Mike) y que luego fue serie de televisión centrada en la peripecia de dos cirujanos gamberros destinados a Corea e interpretados por Donald Shuterland y Elliot Gould. Figura en el puesto 91 de la lista de Brent, quien nos recuerda que en una entrevista de los años ochenta Altman padre contó que por la dirección de la peli se embolsó 70.000 dólares, muy lejos pues del millón largo de dólares que pescó el hijo vía royalties por su colaboración en la canción de marras. Merece una escucha la versión que hicieron Manic Street Preachers en 1992 y suena majestuosa en el teclado de Bill Evans; con ella puso final a su disco You must believe in spring.
Y de Bill Evans a… Bill Evans porque Blue in Green (puesto 72) lleva la firma de Miles Davis pero el pianista siempre que pudo dejó claro que la autoría del tema era cosa suya, que Davis solo aportó un par de acordes. Es la pieza más corta del vinilo más legendario de la historia del jazz, de la mejor puerta de entrada al jazz, del Kind of blue (1959). Ashley Kahn, que le dedicó todo un libro al disco, apunta que se invitó al siempre exuberante saxo alto Cannonbal Adderley a no participar esta vez en la grabación para enfatizar así más el peso lúgubre y grave de la pieza.
En la mitad de la tabla (puesto 53) irrumpe, con fondo sonoro de cuerdas, la voz inconfundible de Mike Skinners, también conocido como The Streets. Autor de dos discos esenciales del rap británico -sus dos primeras obras- y epítome de autenticidad a la inglesa, la sensación de aquel 2004 pone toda la ternura de que es capaz en este Dry your eye.
Los arrebatos del soul no agarran bien en esta tierra de pesadumbre en la que estamos embarrados. De ahí que la representación sea escasa. Encontramos una joya de los Bee Gees cantada por Al Green (puesto 45), un tema del recientemente desaparecido Ben E. King (62), un clásico de James Carr (35), ya cerca del podio el Nothing compares to you de Prince en la voz de Sinéad O’Connor (8) y poco más, pero –da igual el puesto (52)- brilla con luz propia la garganta de Otis Redding, que “más de cuarenta años después de su muerte sigue siendo el cantante negro más reverenciado por los suyos y el único que suscita la práctica unanimidad de la comunidad rock” en palabras del Luis Lapuente sacadas de su reciente historia del soul El muelle de la Bahía (Efe Eme, 2015). Pues he aquí esa súplica amorosa del gran icono de la música del alma que es I’ve been loving you too long, versión en directo en el festival de Monterey en 1967. “Don’t make me stop now!”
“Ahí lo dejo” debió pensar Jeff Buckley después de grabar su versión del Hallelujah (puesto 30) de Cohen. Porque ya era buena la que hizo John Cale y aun más impactante si cabe la que maquinaron Morente y Lagartija Nick pero lo del hijo de Tim Buckley es otra cosa: es un caso de apropiación del tema como los múltiples que protagonizó Sinatra a durante los años cincuenta con el gran cancionero americano. Una maravilla que esperemos soporte los embistes futuros de la publicidad más perversa.
Cuenta Brent en su libro que desde el siglo XIX las grandes tragedias colectivas han sido fuente de inspiración y cita como ejemplo el hundimiento del Titanic. En su lista está el Alabama (puesto 24) de John Coltrane inspirado en el crimen de cuatro niñas negras en una iglesia baptista en 1963 a manos del KKK pero vamos a destacar en ese sentido la posición numero diez que ocupa la pieza d/p 1.1, de William Basinski. Casi una hora de loops grabados en cinta analógicas cuyo sonido parece ir desgastándose de forma progresiva. El compositor tejano de música ambient trabajaba en esta obra en su apartamento de Nueva York un 11 de septiembre de 2001 cuando dos aviones se estrellaron contra las Torres Gemelas. Una música difícil de clasificar que tiene más fuerza si se escucha viendo el video.
Siguiendo con los puestos de cabeza, Caroline no (9), sublime colofón a uno de los tres o cuatro mejores discos del siglo XX, aquel que voló la cabeza de Paul McCartney en 1966 y, en consecuencia, obligó a The Beatles a subir aun más el listón de su ya de por sí estratosférica creatividad. Pet Sounds, Beach Boys, Brian Wilson, “Oh Caroline no!”
Only the lonely (7) es la canción que Sammy Cahn y Jimmy Van Heusen escribieron para Sinatra y que da título a su disco de 1958, considerado oficialmente el más triste junto con In the wee small hour (1955). Pero si esas son las cimas de la vertiente más confesional y melancólica de Sinatra, ¿qué demonios hacemos entonces con September of my years (1965)?
En Strange fruit (2) escuchamos la voz de Billie Holiday hablando de “árboles sureños sostienen un extraño fruto / sangre en las hojas y sangre en la raíz / negras nalgas que se balancean bajo la brisa sureña / Escena pastoral del noble sur / ojos desorbitados y boca desencajada / dulce y fresco olor a magnolia / y luego el repentino olor a carne abrasándose”. Año 1939, la primera canción protesta por los derechos civiles de los negros. Como recuerda Fernando Navarro en su libro Acordes rotos (66rpm, 2011), Holiday cerraba sus actuaciones con este tema para concienciar a su público pero también para identificar, entre los cretinos e idiotas, a la gente normal que aplaudía.
Cierra este repaso al repertorio de la mejor canción triste el Adagio for strings de Samuel Barber. Es el apoyo sonoro con más papeletas para ilustrar los efectos de los grandes desastres naturales o la muerte de celebridades, de un escritor a un presidente del gobierno. Oliver Stone y David Lynch supieron sacarle partido de forma inmejorable en Platoon y El hombre elefante, respectivamente. En su libro El Ruido eterno (Seix Barral, 2009) Alex Ross escribe que “la atmósfera de suspensión del tiempo de la pieza procede de un truco métrico que Barber podría haber tomado de Sibelius: aunque la música mana en un flujo uniforme, el oído tiene dificultades para detectar dónde caen las líneas de compás. El resultado es algo parecido a una forma moderna de canto gregoriano”.
Bonus extra
Adam Brent no tiene una triste –nunca mejor dicho– palabra de recuerdo para el gran Erik Satie y no somos pocos –seguramente con Woody Allen a la cabeza– los que habríamos coronado esta relación de títulos melancólicos con la primera de sus Gymnopedies o la primera de sus Gnosiennes. Mención de honor pues para el compositor francés.