Es probable que otro rasgo común a la mayoría de las canciones populares sea que nos suenan tan familiares, sencillas y disfrutables que apenas nos paramos alguna vez a comprender bien qué dicen o por qué dicen lo que dicen. Eso, atrapar su espíritu, comprender lo que nos cuentan a la luz de su contexto e identificar las claves de su éxito pasado y vigencia actual, es lo que se propuso el periodista y músico Fidel Moreno (Huelva, 1976) al escribir ¿Qué me estás cantando? Memoria de un siglo de canciones.
Un libro tremendamente ambicioso con resultados a la altura de sus pretensiones: nada menos que relatarnos la historia de España al tiempo que va contando a pinceladas la de sus abuelos y padres (divorcios, activismo político, los primeros porros…) y tomando como hilo conductor el impacto de coplas, boleros, chotis, pasodobles, cuplés o rumbas que han puesto banda sonora a un país desde el final de la guerra civil a los años inmediatamente posteriores a la muerte de Franco. Una obra desde ya imprescindible pero aún en construcción porque el autor nos debe el periodo que va desde el tardofranquismo a la irrupción de Spotify. El texto tiene mucho de homenaje a los que escribieron y pusieron voz al cancionero popular patrio aunque no esconda el autor sus filias (Chicho Sánchez Ferlosio, Triana, Serrat…) y fobias (Raphael, Cecilia…).
Si hay algo que Fidel Moreno subraya más de una vez en su libro es que si bien no se conocen canciones por sí solas capaces de cambiar el mundo, lo cierto es que tampoco hay cambio social que no venga acompañado de una o varias canciones, melodías y letras que hacen posible que la gente interiorice y sienta como propia la transformación colectiva. A continuación unos cuantos ejemplos.
Cara al sol
Orgulloso de su pasado anarquista, Moreno no tiene, en cambio, problema alguno en confesar que una de las primeras canciones cuya letra memorizó completa fue esta colección de versos falangistas perpetrada, poco antes de la guerra, por los escritores José María Alfaro, Agustín de Foxá, Pedro Mourlane Michelena, Dionisio Ridruejo y Rafael Sánchez Mazas para cerrar los mítines de José Antonio Primo de Rivera. Una canción, la más señera del franquismo, con vocación de himno, ritmo marcial y fácil de recordar. Hoy el Cara al sol –habrá actualmente quien piense lo contrario– está tan ausente para las mayorías como la que es considerada la primera gran canción nacional, Ay Carmela, cuyo origen se remonta a la guerra de independencia contra los franceses y que es anterior incluso al Himno de Riego (1820). Ambas cumplen, cumplieron mejor dicho, esa función integradora, esa finalidad de pegamento social capaz de unir a muchos oyentes en torno a algo común. Cara al sol es la primera en sonar en esa maravilla del cine español que es Canciones para después de una guerra, de Basilio Martín Patino.
Cara al sol (inicio de Canciones para después de una guerra):
La bien pagá
Aparte del Cara al sol, al acabar la guerra sonaron canciones que celebraban no la paz sino la victoria, caso del chotis de Celia Gámez ¡Ya hemos pasao! que tan bien retrata “la borrachera de los vencedores”. Siendo argentina la Gámez, hay que reconocer que supo aportar grandes dosis de chulería castiza. Recordemos que el chotis más popular, Madrid, es obra de un mexicano, Agustín Lara. Pero el estilo que predominó en los años más duros de la postguerra fue la copla –ya por ese motivo tan injustamente vinculada al franquismo pese a haber triunfado también en la República– y entre sus temas más populares tres sin discusión: La bien pagá, Ojos verdes y Tatuaje. Las dos últimas tenían en común la participación de Rafael de León (letra) y Manuel Quiroga (música). La primera, La bien pagá, en cambio, es buen ejemplo para desactivar los prejuicios sobre la copla (franquista) sabiendo que su letrista Ramón Perelló tenía ideas anarquistas y que su versión más memorable se la debemos a un exiliado como Miguel de Molina. Para los sociólogos queda determinar cómo la copla en la voz de Estrellita Castro (La morena de mi copla) contribuyó al tópico de la española racial o hasta qué punto podía llegar a ser terrorífica la necesidad de casarse en aquel tiempo, tal y como cantaba Concha Piquer en A la lima y al limón.
La bien pagá. Versión de Miguel de Molina:
La vaca lechera
En esos oscuros años del hambre –y de las alpargatas y de los apagones y del racionamiento– lo normal era que triunfara una canción que invita a la sonrisa sobre una vaca que da leche merengada. Obra de Fernando García Morcillo, La vaca lechera fue el tema más escuchado de 1946. Es una de esas canciones pegadas a su tiempo que lo trascienden y así generaciones posteriores conocen bien su melodía y lo hacían antes de que Javier Fesser la tuneara para su película El Milagro de P. Tinto como Tengo un ovni formidable en la voz de Juan Luis Cano. La vaca de García Morcillo es un hito del humor cantado, estilo que irá degenerando sin perder aceptación de público como sucedió con aquella Ramona (y pechugona) de Fernando Esteso, en lo más alto de las listas de éxito justo treinta años después. Si poder comer era una preocupación de los años cuarenta, otra igual de apremiante, en un país en reconstrucción, era disfrutar de una vivienda propia. La felicidad tenía forma de casa, tal y como cantaba Jorge Sepúlveda en Mi casita de papel.
Mi vaca lechera. Versión de Juan Torregrosa:
Bésame mucho
¡Y qué dulces tus besos serán!, escuchamos en Mi casita de papel. Porque los besos más peligrosos y lúbricos había que buscarlos en otra canción que hizo época: Bésame mucho. Con el censor en el cogote, los letristas tenían complicado dotar de cierto erotismo sus tonadas. Bésame mucho no pasó la censura cuando la grabó Sara Montiel en 1958. No era solo una cuestión de interpretación lujuriosa porque también se prohibió la versión de Nat King Cole. Si la composición de la mexicana Consuelo Velázquez tuvo tantos problemas por estos lares, no tuvo en cambio ninguno el cubano Antonio Machín para triunfar con sus boleros de amor, siendo precisamente uno de los mejores, Amar y vivir, de Velázquez.
Bésame mucho. Sara Montiel:
El televisor
Habiendo hablado un poco más arriba del hogar en propiedad como un sueño, el siguiente objeto de deseo fue disponer de un televisor al que adorar en el salón y que fuera la envidia de toda la escalera por poder ver los toros o el fútbol sin salir de casa. Todo eso está en El televisor de Lola Flores y Antonio González, el Pescaílla, matrimonio real y también musical al producirse, como escribe Fidel Moreno, “el encuentro feliz entre el sur y el norte de España, encarnado en dos personalidades destacadas en beneficio de la rumba”. La suma de talentos fue sinérgica y durante un tiempo supieron mezclar mejor que nadie la rumba flamenca con la catalana añadiendo a su manera el ingrediente latinoamericano.
El televisor. Lola Flores y Antonio González:
El porompompero
Cuenta Fidel Moreno que el mega-éxito de Manolo Escobar dejó claro en 1960 que la rumba venía a desplazar a la copla como el género popular por excelencia. “Si el flamenco puede ser considerado la música más distintiva de España, el género musical más señero aportado al acervo musical, en términos reales y en aceptación y recreación populares, es la rumba, para bien y para mal, la que mejor nos representa. De hecho, lo más conocido de las grandes figuras del flamenco, como Paco de Lucía o Camarón, son rumbas, Entre dos aguas y Volando voy, respectivamente”. Aquel año en que triunfó El porompompero, nacía también el mito Marisol (se estrenó Un rayo de luz) y se iba apagando el de Joselito, el de la voz de oro que diría Kiko Veneno, que apenas había durado cuatro años.
El porompompero por Manolo Escobar:
Palabras para Julia
Es de suponer que cuando el poeta José Agustín Goytisolo escribió los versos de Palabras para Julia no era consciente de la importancia que ese poema iba a tener en la historia de la música española. Paco Ibáñez le puso música y vino a recordar que había un tesoro por explotar en la poesía española. La obra de Antonio Machado, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Miguel Hernández o Ángel González sería mucho menos conocida si no hubieran entrado en muchos hogares a través de los discos de Joan Manuel Serrat, Kiko Veneno, Enrique Morente o Pedro Guerra. Con Paco Ibáñez además llega la canción protesta (A galopar) que también cultivarán con éxito Raimon (Al vent) o Lluís Llach (L’Estaca). Es curioso que medio siglo después el juglar que más interés parece despertar sea el más huidizo de todos, un hijo de los vencedores, Chicho Sánchez Ferlosio, de quien se van rescatando canciones y al que David Trueba ha dedicado el documental recién estrenado Si me borrara el viento lo que yo canto.
Palabras para Julia. Paco Ibáñez:
La moto
Si copiamos a franceses, como al gran Léo Ferré, a la hora de poner música a nuestros clásicos literarios, tuvimos que hacer lo propio con los anglosajones cuando el objetivo fue importar los sonidos rock and roll. Y así lo hicieron el Dúo Dinámico (Neil Sedaka), Miguel Ríos (Larry Williams), Bruno Lomas (Carl Perkins) o Los Brincos (The Beatles). Un año después de que John Lennon y compañía pasaran por la Plaza de Toros de Las Ventas, Los Bravos alcanzaban lo más alto de las listas de éxito dentro y fuera de España. Lo hicieron cantando en inglés (Black is Black) por boca de Mike Kennedy, un alemán de garganta poderosa y encantadora dicción. Como bien apunta Fidel Moreno, sucede con algunos cantantes de fuera que caen aún más en gracia cuando vocalizan en castellano, como le pasó antes a Nat King Cole y después a Franco Battiato o Caetano Veloso. Con La moto pusieron banda sonora a uno de los sueños de libertad de muchos españoles: poder desplazarse en una motocicleta que les lleve a cualquier lugar. Una de esas canciones que no faltan en cualquier recopilación nostálgica que también incluya Eva María o Cuéntame. Exitazos que tienen en común la firma de José Luis Armenteros, fallecido hace tres años, responsable asimismo de Un beso y una flor y Libre para Nino Bravo o de Como una ola para Rocío Jurado.
La moto de los Bravos:
Mediterráneo
Mediterráneo, álbum y canción, es la cima de popularidad –y probablemente de calidad– en la obra de Joan Manuel Serrat. Quizá solo La chica de ayer sea más citada cuando se pregunta por la mejor canción española del siglo XX. Nadie como él ha conseguido colar tantas canciones en la educación sentimental de un país, en la memoria de España y Latinoamérica. Y nadie como él porque, como bien resume Fidel Moreno, era “popular pero comprometido, catalán pero español, español pero catalán, guapo pero inteligente, viril pero sensible, juglaresco y con aires yeyés, cantautor pero con orquesta, apto para el intelectual y para el hombre de la calle, una gran voz con maneras declamativas aprendidas de la canción francesa, pero con sutiles melismas copleros incorporados en una infancia de patios donde sonaban Conchita Piquer y Juanito Valderrama”. Podía tener todo esto y estar falto de grandes canciones pero no fue el caso. El libro acierta en destacar otras dos figuras enormes capaces de aportar humor e inteligencia a la canción de autor, como fueron Luis Eduardo Aute y Jaume Sisa.
Mediterráneo. Serrat:
Te estoy amando locamente
Antes de que la rumba experimentara en los setenta esa mutación que dio en la rumba suburbial o de extrarradio, el reinado en la materia le correspondió a un gitano en el norte, Peret (El muerto vivo, Borriquito) y a un gitano en el sur, Bambino (La pared). En las grandes ciudades los gitanos fueron reubicados y en ese proceso de adaptación, escribe Fidel Moreno, hicieron de la rumba el “vehículo preferente para comunicar sus inquietudes, con profusión de sintetizadores, arreglos pop y voces a coro”. Los Chichos primero (1974) y Los Chunguitos después (1977) se encargaron de ir despachando un clásico tras otro para el nuevo subgénero, hablando no solo de amores (Si me das a elegir) o estancias a la sombra (Quiero ser libre), también de manera pionera del consumo de cannabis con canciones como La cachimba o Me sabe a humo. Son los años dorados del casete de gasolinera. De Los Chunguitos es Dame veneno, canción que adaptaron a su estilo Las Grecas. Ellas, las hermanas Carmela y Tina Muñoz, las reinas del Gypsy Rock, dieron un paso adelante en la fusión del flamenco con el pop y las guitarras roqueras, y para muestra su mejor y más popular canción, Te estoy amando locamente.
Te estoy amando locamente. Las Grecas:
Un ramito de violetas
Para la mayoría de las mujeres la dictadura fue sinónimo de no poder tener un trabajo remunerado y aún menos libertades que los hombres. A la falta de autonomía económica para ellas hay que añadir que eran ilegales el divorcio, la contracepción y el aborto. Nos lo recuerda Fidel Moreno cuando, aún en 1965, un éxito como La chica yeyé de Concha Velasco, pese a su indudable e inoxidable encanto, no era en el fondo sino una muestra de reprobación hacia el fenómeno incipiente de la liberación femenina. Diez años después de esta composición de Augusto Algueró, la situación de la mujer no había mejorado gran cosa y sonaba en las radios el mayor éxito de Cecilia, Un ramito de violetas que, como apunta Moreno, no deja de ser “un retrato envenenado del matrimonio defendido por la moral imperante” en el que ella pasa los días esperando al marido que vuelve del trabajo. Los primeros signos de cambio en las canciones de la época hay que buscarlos en las letras de la hoy un tanto olvidada Mari Trini. “Yo no soy esa que tú te imaginas, / una señorita tranquila y sencilla / que un día abandonas y siempre perdona (…) Yo no soy esa que tú te creías / la paloma blanca que te baila el agua, / que ríe por nada diciendo sí a todo”. En el verano de 1981, se aprueba la Ley del Divorcio y unos meses después José Luis Perales, inspirado en el romance de Isabel Presley con Carlos Falcó y la separación de Julio Iglesias, escribe ¿Y cómo es él?.
Un ramito de violetas. Cecilia: