El amor de Friedrich Nietzsche (1844-1900) por la música fue temprano. Se defendía frente al piano, sabía improvisar y ya desde estudiante hizo sus pinitos como compositor: escribió 14 canciones, un himno a la amistad por aquí, una pieza sacra por allá. Nada realmente reseñable. Tampoco se puede decir que fuera historiador o crítico musical, pero sí un hombre atrapado en las redes de la música durante toda su vida. Sus opiniones fueron contundentes, cambiantes y muchas veces contradictorias. Pensaba que la música sin letra era el arte supremo y que la palabra sólo venía a ensuciar la melodía. Y ahí, abominando de la ópera por someter la música a la palabra, luego va y resulta que sus dos grandes admiraciones fueron Richard Wagner y Georges Bizet, dos clásicos del género.
Tenía su punto de vista sobre casi todos los grandes compositores: unos salían mejor parados, como Bach, Haendel, Rossini, Haydn, Mozart, Schubert o Chopin, al que consideraba un músico realmente único e inimitable por ser el último en percibir y adorar la belleza; a otros los valoraba con mayor severidad, caso de Brahms, Schumann o Mendelssohn. Pero para resumir su loca pasión por la música hemos elegido cinco piezas, por distintos motivos, muy ligadas a su peripecia vital.
¡Viva Wagner, muera Wagner!
Del genio de Leipzig le impresionó sobremanera que hiciera sus propios libretos, que fuera dramaturgo y poeta a la vez que músico. Parece que le deslumbró especialmente asistir a alguna representación en 1869 de Los maestros cantores de Nuremberg. En esos años se convirtió en el gran adalid de la figura de Richard Wagner (1813-1883), al que veía como un visionario sobrehumano sólo comparable a Schopenhauer.
Matamoro describe el primer encuentro entre ambos y también cómo, apenas unos años después, pasado el resplandor inicial, Nietzsche ya empieza a anotar en su cuaderno las primeras reticencias al arte musical de Wagner, demasiado condicionado, para su gusto, por el mundo teatral. El teatro es palabra y ese, ya se ha escrito más arriba, es un punto débil para la composición musical. Una pieza sin palabras es la Cabalgata de las Valquirias, perteneciente a una de las cuatro óperas que componen el ciclo de El anillo del Nibelungo. En el momento de mayor idolatría, cuando aún quedaba lejos la sonada ruptura, Nietzsche se hizo con una versión arreglada para piano de esa obra. Aquí una recreación reciente del pianista Carles Martín solo al teclado.
El último Beethoven
Antes de Wagner estaba Ludwig van Beethoven. Aunque Nietzsche detestaba el clasicismo por tierno y encantador, amaba, en cambio, a su mayor exponente, porque Beethoven “no cabía en ninguna escuela, a fuerza de ser titánico y genial”, cuenta Matamoro. El autor también recuerda que los últimos cuartetos, muy adelantados a su tiempo, estaban más allá del elogio para Nietzsche y eran una cosa desordenada y producto de la sordera para Wagner. Huelga decir que el tiempo ha demostrado que era el filósofo del mostacho quien estaba en lo cierto. En este vídeo asistimos a una versión en directo, a cargo del cuarteto Casals, de uno de los últimos cuartetos de cuerda del genio de Bonn.
Una zarzuela para Nietzsche
Un clásico de la Zarzuela, una rareza maravillosa en la “discoteca” del filósofo. Por el libro de Matamoro descubrimos una admiración sorprendente: la que sentía Nietzsche por La Gran Vía, la obra de Federico Chueca, y en concreto por el número de los Tres Ratas, pasaje que consideraba la mejor representación del mal. He aquí esta jota de mangantes callejeros en la que cantan aquello de “y si cae un primo / que tenga metal / se le da el gran timo / aunque sea el primo / un primo carnal”.
Zaratrusta y Strauss
Así habló Zaratustra, el mejor compendio de su pensamiento, apareció en 1883 estructurado en cuatro partes como las sinfonías clásicas. Si, como dice Matamoro, en el trasfondo de la obra está “la creación del mundo como un proceso musical que va del caos a la ascensión celestial”, entonces no cabe mejor banda sonora que la que le puso Richard Strauss en el poema sinfónico del mismo nombre estrenado en 1896. Soberbia pieza que desde 1968 ha quedado ya para siempre asociada a los primeros minutos de la película 2001: Una odisea del espacio, de Stanley Kubrick, con el homínido golpeando los huesos de un animal muerto.
La Carmen de Bizet
Y dejamos para el final la pasión indestructible, la entrañable fijación que siempre tuvo Nietzsche por la ópera del francés Georges Bizet desde que la viera en Génova y, acto seguido, comprara la partitura para estudiarla y anotarla al detalle. Cuando la lucidez empieza a abandonarle y ya apenas toca el piano, lee o escribe, continúa, sin embargo, asistiendo a representaciones de Carmen porque, nos cuenta Matamoro, “le evocaban un paisaje meridional, cálido y luminoso”, y concluye que si Wagner “acabó siendo una enfermedad», Bizet “fue siempre una curación”. Teresa Berganza la cantó en 1980 en la Ópera de París. A Nietzsche le habría encantado.
Nietzsche y la música
Blas Matamoro
Fórcola
160 páginas
14,50 euros