Estamos a finales de 1977 y el subidón realmente no ha hecho más que empezar. Unos meses después se estrenaría Grease, cuyo tema principal es obra del mayor de los Gibb. En ese periodo los Bee Gees dominan el cotarro musical como solo lo habían hecho antes los Beatles a mediados de los sesenta. Despacharon un pelotazo detrás de otro y lo mejor es que el legado de aquellos años sigue sonando tan lozano como entonces.
Ni Chic ni Donna Summer, ni siquiera los Rolling Stones, apuntándose a la música de moda con Miss you, lograron acercarse a lo que consiguió aquel trío uniformado con trajes (y peinados) imposibles. No se habían caído aún de los primeros puestos los temas escritos y cantados para Fiebre del sábado noche (How deep is your love? Night Fever, Stayin’ Alive y More than a woman) y casi un año después ya tenían listo, con Too much heaven, otro número uno.
Antes de llegar aquí y probar el dulce sabor del éxito planetario, los tres hijos mayores de la familia Gibb, nacidos en Manchester y crecidos en Australia, llevaban casi dos décadas cantando y sacando discos. Desde críos no hicieron otra cosa que armonizar sus voces y facturar melodías adhesivas y directas, sencillas y alegres pero con un punto siempre de melancolía.
Comenzaron siguiendo la estela psicodélica de los Beatles pero sin ocultar desde el principio una sana afición a la música negra y al soul más sofisticado. Aunque Barry se quedó con las ganas de disfrutar algún tema suyo en la garganta de Otis Redding, no es difícil imaginar la emoción que debía de asaltarles cada vez que escuchaban lo que hizo Nina Simone con uno de sus primeros éxitos (To love somebody) o Al Green con How can you mend a broken heart?
Precisamente Al Green dominaba como nadie el falsete, la técnica vocal que el bueno de Barry decidió probar por primera vez en 1975, en los coros de Nights of Broadway, segundo single de uno de sus mejores trabajos, Main course. Un timbre de voz que acordaron incorporar a esas golosinas de pop barroco y melodramático, con atinados fondos orquestales, que eran marca de la casa. Cuando en un momento de los setenta decidieron añadir una gotas de música disco, el resultado se tornó irresistible.
Antes de aquel invierno del 77, los Bee Gees ya habían hecho grandes discos (Idea, Trafalgar, Odessa, Mr. Natural) y aún hicieron algunos más después, tanto para ellos (Spirits having flown, Size isn’t everything) como para otros (Diana Ross, Barbra Streisand). Pero ya nunca en ese estado de gracia (y locura) de aquellos meses en los que caía un himno tras otro. Y luego vino la resaca y pagaron caro el éxito, muy caro.
Igual que hubo una fiebre favorable a la música disco, surgió, muy poco después, otra del signo opuesto que tuvo en ellos el objetivo hortera a batir. La violencia del movimiento antidisco fue tal que con su álbum de 1981, Living Eyes, evitaron cualquier conexión con el estilo que les había ensalzado y que verdaderamente nunca había sido el suyo.
Ahora que han pasado cuarenta años, fallecidos los mellizos, cada vez son menos los que les niegan el pan y la sal. Diego Manrique escribió que “cuando entrevistabas a uno de los Bee Gees se palpaba un rencor, una furia ante el hecho de que nunca gozaran del reconocimiento debido” (Jinetes en la tormenta, Editorial Espasa). La situación ha ido cambiando poco a poco a favor de los hermanos Gibb: cuando Beck era, hace ya unos años, el artista más molón y celebrado por la crítica, se hacía fotos sosteniendo en sus manos la banda sonora de Saturday night fever.
Es innegable que no inventaron nada, que abusaron del falsete y cayeron más de una vez en el empalago, que firmaron canciones, e incluso discos, inanes y prescindibles pero, como dice Bob Stanley, suyas son diez o doce de las mejores canciones del siglo XX. Y se queda corto.