El propio Ross reconoce que la crítica musical –a la que se dedica profesionalmente desde 1996– “es una ciencia curiosa y poco fiable”… ni más ni menos que cualquier otro tipo de crítica. E igualmente necesaria.
Porque es una obviedad que lo mejor que se puede hacer con la música es, naturalmente, escucharla, pero los melómanos más entusiastas y comprometidos con su afición saben que solamente unos pasos por detrás en su escala de prioridades está hablar sobre música. O escribir sobre ella; y leer sobre ella: informarse acerca de los lanzamientos discográficos más interesantes, acceder a los secretos más íntimos de las grabaciones, conocer las motivaciones de los creadores, situar a cada grupo y cada disco en su contexto, entender las conexiones existentes entre unos y otros, valorar la obra y su circunstancia para, finalmente, acabar redoblando el sagrado placer de escucharla.
Así, la música pop ha encontrado siempre un hueco –a veces ínfimo, pero en algunas épocas ciertamente notable– en los quioscos. Desde los años sesenta, el cada vez más extendido interés por los nuevos grupos derivó tanto en la conquista de espacios crecientes dedicados a ellos en las revistas y periódicos de información general como en la aparición de cabeceras específicamente dedicadas al asunto, como Fans, Discóbolo o Fonorama.
El esplendor de la prensa musical en España, en cualquier caso, arrancó en la segunda mitad de los años setenta, coincidiendo con el estallido del punk y la nueva ola (y con el fin de la dictadura). La aparición de una nueva generación de músicos y grupos locales y el interés que generaban también las nuevas propuestas procedentes, sobre todo, de Estados Unidos y las Islas Británicas propició el nacimiento de nuevas cabeceras, además del desarrollo de una vigorosa, ecléctica y muy saludable escena de prensa musical alternativa y totalmente amateur, materializada en la publicación de centenares de fanzines (publicaciones caseras confeccionadas artesanalmente y distribuidas por correo, en conciertos o en tiendas de discos).
Star, legendaria cabecera que ya había empezado a publicarse un año antes de la muerte de Franco y que se ocupaba de una temática amplia que incluía cómic, cine o literatura, encontró en el punk la percha perfecta para empezar a ocuparse cada vez más de la música, contando con la colaboración de firmas que al poco tiempo se irían convirtiendo en sólidos referentes del reporterismo y la crítica musical de nuestro país, como Ramón de España, Jaime Gonzalo, Oriol Llopis o Ignacio Juliá. Varios de ellos, junto a Jesús Ordovás o Diego Manrique, escribían también asiduamente en Vibraciones, la gran revista musical de los años setenta, que compartía espacio en los quioscos con otros títulos imprescindibles, como Disco Express o Popular 1 (la única de su generación, por cierto, que se mantiene en activo hasta nuestros días).
A partir de los ochenta, con las secciones de cultura de los principales periódicos de información general llenas de reseñas, críticas de discos y entrevistas con grupos y artistas de todo tipo, Rockdelux (heredero, precisamente, de Vibraciones, con parada intermedia en Rock Espezial) y Ruta 66 se disputaban los afectos de los lectores de prensa musical especializada.
Elitista, sofisticada y vanguardista, Rockdelux era la revista de los modernos, mientras que los musiqueros de gustos más clásicos encontraban en el Ruta abundante y precisa información que lograba mantener siempre un admirable equilibrio entre el rigor y el entusiasmo. A su lado florecían y se marchitaban revistas como la fallida edición española de la totémica Rolling Stone americana, MTV Magazine o Efe Eme, que se mantiene en Internet y publica en papel con carácter trimestral sus atractivos Cuadernos de Efe Eme.
En estos últimos tiempos en los que la fatídica ecuación que enlaza el cada vez más agravado declive de los medios en papel con la crisis de la propia industria de la música las cosas se han puesto peliagudas para los arrojados editores de este tipo de publicaciones.
Así, la pasada semana se publicaba, con relativa sorpresa, la última entrega de Rockdelux, después de treinta y cinco años y 394 números, incluyendo, por cierto, muy suculentos especiales en los que en su día repasaban, con criterios ciertamente singulares, los “200 mejores discos del siglo XX” o los “100 mejores discos españoles del siglo XX”.
Sin duda, la dramática crisis generalizada provocada por la expansión del maldito virus no es ajena al momento en el que la revista ha dejado de existir. Pero lo cierto es que la circulación de todas las revistas especializadas no ha dejado de caer en los últimos años y, sobre todo, los anunciantes son cada vez menos y cada vez menos poderosos.
El nuevo ecosistema musical generado a raíz de la digitalización de la música, el acceso gratuito a cualquier referencia, nueva o de catálogo, y la tramposa prescripción de los algoritmos parece haber convertido a la prensa especializada en algo caprichoso y prescindible, precisamente al mismo tiempo que la propia música parece también perder peso para pasar a ser poco más que una forma trivial de entretenimiento.
El melómano, entretanto, en su trinchera, pincha un buen disco y cruza los dedos confiando en que siga habiendo quien mantenga encendida la llama.