Uno de los mejores divulgadores del género, el historiador y crítico Ted Gioia, afirma que la buena improvisación lleva dentro asimismo la tendencia a mostrar la personalidad del músico, y no hay más que escuchar a Bill Evans, John Coltrane o Dizzy Gillespie para darle la razón, gigantes éstos que dieron lo mejor de sí mismos en los años cincuenta y sesenta, seguramente la edad del oro del género.
De hecho, la mejor puerta de entrada al jazz se localiza en ese ecuador del siglo pasado. Ya desde ahí el aficionado tiene la oportunidad de viajar hacia adelante y hacia atrás e ir comprobando la evolución de un idioma que solo podía nacer en Estados Unidos aunque fuera una mezcla de elementos expresivos africanos y europeos; o precisamente por eso. Para ir al principio de todo, las tres primeras décadas del siglo XX, para conocer los orígenes, no hay mejor guía que Los comienzos del jazz de Gunther Schuller en Acantilado [1], publicado por primera vez en 1968.
Nadie puede negarle a Schuller (Nueva York, 1925 – Boston, 2015) la importancia de su manual por mucho que nos irrite tanta regañina a otros críticos e historiadores anteriores por sus errores. O por mucho que algunos nos quedemos fuera cuando profundiza demasiado en las explicaciones musicales de algunas piezas. Tras instruirnos con unas cuantas nociones elementales (el ritmo, el swing, la armonía, la melodía o el timbre), el autor nos propone un recorrido que empieza en 1917, con las primeras grabaciones de la Original Dixieland Jazz Band. Tampoco es que abunde el material en esos primeros años por la magnitud de la barrera social de la época: los intérpretes eran mayormente negros y las discográficas mayormente blancas.
A partir de esa fecha, las ubicaciones clave son pocas (Nueva Orleans, Chicago, Nueva York, Kansas City) pero sí son unos cuantos los nombres propios que empiezan a marcar el camino. Dos indiscutibles que abren y cierran el libro respectivamente: Louis Armstrong y Duke Ellington (al que está dedicado el libro).
El primer genio
Antes que Armstrong estuvo su mentor, King Oliver, cornetista que gozó de enorme influencia y ejemplifica el conjunto típico de Nueva Orleans pero que carecía del impulso revolucionario de Armstrong, responsable casi absoluto de que el jazz tornara en lenguaje universal y trascendiera la música al servicio del baile social o el espectáculo teatral para ofrecer un arte sonoro tan excelso como los más excelsos. Y para muestra un botón: West End Blues, “como cualquier innovación con hondura creativa, resumía el pasado y predecía el futuro”, según Schuller. Y añadamos, sin riesgo de error, una delicia que en breve cumplirá un siglo (1928) y que seguirá siendo una delicia mientras quede alguien por ahí con buen gusto para apreciarla.
El éxito comercial creciente y de enorme popularidad de Armstrong a partir de los años treinta hasta sus últimas grabaciones a finales de los sesenta provoca a veces que no tengamos tan presente la revolución que lideró en los inicios del jazz exhibiendo un impar sentido del swing, un timbre incomparable y un repertorio de vibratos de lo más variado. Para Schuller, incluso una única nota en un solo de trompeta de Armstrong tiene swing. “Era un toque personal que sin duda adquirió de sus técnicas vocales”.
Del primer gran solista al primer gran compositor. Jelly Roll Morton se autocalificaba de inventor del jazz y a Schuller no le parece mal teniendo en cuenta que fue él el responsable de aislar el género como un ámbito específico separado del blues y el ragtime. Antes de llegar y acabar en la cima que representa Ellington, Schuller hace paradas en grandes virtuosos como el cornetista Bix Beiderbecke (“poseía una cualidad extremadamente rara en esas primeras décadas: el lirismo”), el clarinetista Sidney Bechet (“uno de los melodistas supremos” e ídolo de Woody Allen), el pianista James P. Johnson y su discípulo más aventajado Fats Waller o la cantante Bessie Smith.
De la época es también el boom de las Big Bands. Estaban lideradas por jóvenes con una instrucción musical por encima de la media, caso de la orquesta neoyorquina de Fletcher Henderson, la de Chick Webb, la de Alphonse Trent o -ya hemos llegado a la cumbre- la de Duke Ellington, directamente y sin acotaciones “uno de los grandes compositores de Estados Unidos”. Su talento para escribir música nueva no le alejó del jazz. Al contrario, consiguió como nadie hasta la fecha la cuadratura del círculo: que ese carácter espontáneo que da la libertad para improvisar fuera no solo compatible sino realmente sinérgico con la composición plasmada en la partitura. La demostración de que el talento creativo del compositor más el del intérprete suman mucho más que dos.
Los comienzos del jazz. Sus raíces y desarrollo musical [1]
Gunther Schuller
Traducción de Francisco López Martín y Vicent Minguet
Editorial Acantilado
560 páginas
30 euros