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Jerry Lee Lewis ya mora en el infierno

Para conocer rápido el auge y caída del mito, sus primeros éxitos y el desastre en pleno subidón que supuso para su carrera casarse con su prima de trece años, una buena opción sigue siendo acercarse a la película protagonizada por Dennis Quaid Great Balls of Fire! (1989). Felizmente, hace unos años la editorial Contra nos trajo la biografía que publicó Nick Tosches en 1982. Fuego eterno [1] no solo es la obra definitiva sobre el gran superviviente del rock, es también un relato de raíces sureñas escrito a la manera y con la intensidad de las mejores novelas.

Al Jerry Lee de pantalón corto le costaba mucho estudiar. Se le daba mejor tirar cuchillos, putear sin piedad a su hermana pequeña y, afortunadamente, tratar de averiguar dónde debía poner los dedos en el teclado para que aquello sonara como lo imaginaba en su cabeza. La primera canción que logró tocar completa fue el villancico Noche de paz y ya lo hizo al estilo boowie-woogie, aquel que no pocos consideraban música del diablo. Desde crío tuvo claro el tipo de voces que le gustaban y, en uno de esos alardes de modestia que siempre fueron marca de la casa, dejó dicho que solo había cuatro grandes estilistas que no habían copiado de nadie: Hank Williams, Jimmie Rodgers, Al Jonson y, claro está, Jerry Lee Lewis. Es en esos años infantiles cuando empiezan a llamarle Killer (Asesino), apodo que no le hizo gracia pero que se esforzó en justificar amenazando a todo el mundo con matarlo si algo no le agradaba.

Atravesó la primera adolescencia entre pequeños robos y alguna que otra tienda desvalijada. Encontró hueco para más actividades. Por ejemplo, echarle un ojo a las chicas y lo hizo con pocas ganas de perder el tiempo, casándose por primera vez con apenas 15 años. O jugar al fútbol americano y fracturarse una pierna que hubo que enyesar y que condicionaría su inimitable estilo al piano al obligarle a tocar el teclado con dicha pierna puesta en ángulo. Ya lo haría siempre así. Sería un rasgo más de su icónica figura como lo era también lanzar el taburete hacia atrás, tocar con el pie o los codos, sacar el peine en pleno concierto, respirar de forma lasciva o pegar alaridos.

La fascinación de Tosches por el personaje no le impidió señalar que Jerry Lee es uno de esos blancos, con Bill Haley, Elvis Presley y alguno más, que robaron a los negros el invento del rock and roll. Realmente aquel verano del 54 solo ellos podían poner la nueva revolución musical al alcance de una gran mayoría. La primera gran aportación de Jerry Lee al canon la grabó para el mítico sello Sun Records y es una de sus cumbres y un tema que sesenta años después no ha perdido ni un ápice de ímpetu y descaro (“ven para acá, nena / no veas qué meneos nos estamos pegando / no te arrepentirás, nena / aquí no estamos fingiendo”): Whole Lotta Shakin’ Goin’ On.

Muy poco después de un pepinazo como éste llegó otro. Con Great Balls of Fire! Jerry Lee dio con otra canción perfecta para invitar al desenfreno y volver loco al personal. En El sonido de la ciudad (Ma Non Troppo, 2003), Charlie Gillett subraya que pese a dar esa imagen de ir siempre pasado de revoluciones, Jerry Lee Lewis disponía en realidad de una técnica muy sofisticada que le permitía “variar el registro emocional de sus canciones rápidas, subiendo a cumbres intensas para luego amainar, dejando caer su voz hasta el susurro y el fondo rítmico hasta un amable ritmo acariciador, antes de arrancar de nuevo hacia otro clímax”.

En Auambabuluba Balambambú. La edad de oro del rock and roll (reeditado este año por La Felguera Ediciones), Nik Cohn ponderaba que por más poseso que llegara a mostrarse en el escenario siempre sabía mantener su voz bajo control y era además el único blanco con un directo comparable al de Little Richard o Chuck Berry. Con éste último protagonizó uno de los choques de egos más míticos de la historia del rock. En un concierto con múltiples estrellas, ambos discutieron sobre quién debía cerrar el espectáculo. Al final, Jerry Lee cedió ese honor a Berry pero se guardó un as bajo la manga: al final de su interpretación de Great balls of fire! Jerry Lee sacó una botella de Coca Cola llena de gasolina, roció el piano, echó una cerilla y siguió tocando el tema mientras el instrumento ardía en llamas.

Jerry Lee escaló hacia el éxito tocando la música del diablo por dinero, haciendo así justamente lo contrario de aquello que su iglesia le había enseñado y su madre había deseado para él. Llegó a un punto, según Tosches, “en el que sintió que lo bueno y lo malo, el Espíritu Santo y el Demonio llenaban tan a rebosar sus pulmones con su refriega que le costaba respirar. Pero no por ello dejó de hacerlo”. Simplemente era superior a sus fuerzas: un día decía que iba a dedicar su vida al Señor y que nadie vería jamás su jeta en un club y al día siguiente ya aporreaba desatado el piano como si no hubiera un mañana.

La vida de Jerry Lee parece haber estado siempre marcada por bodas y desapariciones prematuras. Se casó siete veces. La primera con apenas 16 años. Cuando tenía 22 años llevó al altar a su tercera esposa, su prima de 13 años (¿o eran 12?). Su hermano murió poco antes de nacer él. Perdió un hijo de tres años que apareció ahogado en la piscina y luego a otro en accidente de coche.

Desde adolescente pimpló lo suyo y abusó de las pastillas pero también se las apañó para que ni el alcohol ni los psicofármacos fueran más fuertes que él. Con la muerte de su hijo, el whisky y las drogas cobraron más protagonismo del manejable. Una compañía poco amistosa que, tal y como lo describe Tosches, “bebía directamente de la botella y fumaba los puros más grandes que era capaz de encontrar; se jactaba de ser indestructible, y coleccionaba toda clase de armas, desde pistolas con cachas de nácar hasta largos, pesados y pulidos rifles de asalto”. En su libro Jinetes en la tormenta (Espasa, 2013), Diego A. Manrique recuerda que el “patán de Luisiana” era un “mal bebedor, que ha tiroteado a músicos y amigos, aparte de destrozar coches y casas” pero al que de alguna manera “se le disculpa, ya que se intuye al menos una de las fuentes de su amargura: haber sido eclipsado por Elvis Presley”.

Hablando de Elvis, a finales de los sesenta cuando ya no era ni de lejos un firme pretendiente al trono del rock, las ventas iban a menos y observaba estupefacto que aquellos niñatos que él creía flor de un día –léase The Beatles o The Rolling Stones– eran los definitivos reyes del tinglado, alguien intuyó con acierto que el Killer podría tener una nueva oportunidad si dirigía sus talentos al cancionero country. Jerry Lee aceptó la apuesta y vivió una sorprendente resurrección que le ayudó a prescindir un tiempo del whisky y las pastillas. Además nos dejó unos cuantos vinilos valiosos y ganó más pasta que nunca. Se acabaron los manotazos al teclado. Luego ya vendrían décadas como leyenda del rock and roll. Porque ahora sí que sí ya no queda rastro en la tierra de los primeros padres de aquella revolución musical.