Tras Mellow Gold (1994), que incluía el citado Loser, llegó Odelay (1996), su obra definitiva, el disco en el que supo, con mano maestra, echar al caldero las dosis justas de blues, country, rock, jazz, bossa nova, rap, electrónica o psicodelia, espolvoreado todo con atinados samples y programaciones, para sacar de él algo nuevo, sorprendente y absolutamente propio. Una miscelánea de géneros y sonidos -sobre el papel poco compatibles- que en lugar de empachar abrían el apetito. Y encima todo sonaba desenfadado y poco o nada pretencioso.
El gran alquimista, el mago de los collages modernos, era al mismo tiempo un profundo conocedor de la música de raíces. Con Odelay facturó un clásico absoluto de los noventa y demostró que podía ser tan torrencial como el primer Dylan, tan ecléctico como Prince, tan atrevido como Gainsbourg, tan accesible como Bowie. Era capaz de gustar por igual a Johnny Cash y a Caetano Veloso.
Estaba en la cima. Ahora sabemos que por poco tiempo. A Odelay le siguieron dos bandazos de lo más estimulante, Mutations (1998) y Midnite vultures (1999), que por imprevisibles y valientes merecieron mejor valoración crítica. A partir de aquí se suceden los discos que no levantan el vuelo nunca a esa altura; media docena, algunos buenos, incluso muy buenos, pero con nada dentro ni remotamente tan excitante como Loser, aquella suerte de contra-himno, con el que ganó tantas cosas.