Se puso a la venta el pasado julio y en la primera semana de agosto, el músico se quitó la vida. Tenía 52 años y era el disco con el que volvía a la escena una década después de echar el cierre a Silver Jews, grupo neoyorquino de indie rock del cual Berman era el único miembro fijo y con el que grabó media docena de trabajos entre 1994 y 2008.
Purple Mountains no solo era una buena noticia por volver a saber del artista virginiano. Es que además había grabado una colección de canciones disfrutables desde la primera escucha, melodías adhesivas con su inconfundible y perezosa voz, que además en esta ocasión se benefician de arreglos suaves, alegres y elegantes que no cansan.
El encanto musical del conjunto contrasta, en cambio, con algunas letras que dan cuenta de los infiernos particulares y habituales del cantante. La estabilidad emocional fue un objetivo que se le escapó de las manos una y otra vez. A los problemas crónicos de adicción al crack, depresión o enfrentamiento con su padre, un lobbista republicano (“un explotador, un canalla”, llegó a escribir sobre él), parece que se sumaron deudas que no acababa nunca de resolver y una ruptura sentimental.
Musicalmente carece de la oscuridad de otras obras con aires testamentarios como las de Leonard Cohen o su tocayo Bowie. Pero como sucedió con ellos, no cabe ya acercarse a este gran disco sin interpretar algunos títulos (That’s just the way that I feel, All my hapiness is gone, Darkness and cold o Maybe I’m the only one for me) y algunos versos sueltos como mensajes destacados de una ceremonia del adiós que cobran un sentido más hondo y triste por motivos obvios.