Tenía entonces –y tiene ahora aún– la voz de un elegido y las escasas dimensiones de un cualquiera. Venía de grabar su primer elepé en solitario con una canción de éxito, Brown Eyed Girl, y se metió en el estudio con músicos de jazz dispuesto a no repetir aquel triunfo haciendo algo completamente distinto. A los tres días salía con una obra de arte entre manos que cincuenta años después no ha perdido ni un gramo de gracia y encanto. En ese disco su insobornable amor por el blues se marida con los instrumentos del folk y sobre las guitarras flotan sin estorbar las flautas y los violines, y por encima de todo ello hay una voz que sube y baja, escupe y susurra, brama y musita y además puede hacer todo eso a la vez en cuestión de segundos.
Morrison seguiría entregando grandes trabajos, algunos igual de buenos, pero ya nunca consiguió nada con tanta magia, tan diferente, atmosférico y misterioso. Por otra parte, hizo bien en no intentarlo. En 1993, justo 25 años después, en el East Village neoyorquino, un veinteañero bien parecido, como un James Dean desaliñado, lleva tiempo tocando él solito con su Fender Telecaster. Lo hace en un cafetería del barrio, donde canta algunos temas –propios y ajenos– hasta que un día consigue grabarlos para salir al mercado con su primer disco, un EP de solo cuatro canciones que se cierra precisamente con una versión de The way young lovers do, una de las gemas de aquel Astral Weeks. Hasta su extraña muerte en 1997, Jeff Buckley siguió cantándola de manera majestuosa en sus conciertos por todo el mundo e hizo con ella mucho, bastante más que mantener su hechizo.