Y sin embargo la parte más conocida son apenas un par de hojas de un árbol del que cuelgan multitud de óperas, cuartetos, conciertos y sinfonías. La mejor puerta de entrada a su peculiar y frondoso universo nos ha llegado este año de su propia mano. Las memorias del compositor acumulan por igual los inevitables recuerdos familiares y el retrato de una época y la trastienda y el sentido último de su obra.
Hijo de una maestra y de un ex marine que acabó abriendo una pequeña tienda de discos en una calle céntrica de Baltimore, Glass entró pronto en contacto físico con la música: siendo un crío pasaba mucho tiempo ordenando vinilos en el trastero del negocio familiar y vigilando que nadie robara ninguno. En caso de hurto, él y su hermano debían avisar a su padre. No lo hacían. “Sabíamos lo que pasaba cuando agarraba a uno de esos ladrones. Lo sacaba fuera de la tienda y le pegaba hasta dejarlo inconsciente”.
Un día el padre decide entender por qué hay algunos compositores (Bartók, Shostakóvich, Stravinski…) cuyos discos no hay manera de vender. Con ese fin se organiza audiciones nocturnas a las que un adolescente Glass se suma sin ser visto, deslizándose silencioso por la escalera hasta poder escuchar aquellas obras y otras más antiguas que le marcarían para siempre. “Los sonidos de la música de cámara arraigaron en mi corazón y se convirtieron en la base de mi vocabulario musical”.
El segundo gran impacto musical ya sería lejos de casa, en Chicago, donde transcurrieron sus años universitarios: es el descubrimiento del jazz de la mano de gigantes como el pianista Bud Powell o el saxo alto Charlie Parker, “el J.S. Bach del be-bop”. Queda asombrado por la capacidad de músicos como John Coltrane para extraer armonías increíbles de cualquier melodía.
En la mochila del futuro compositor ya estaban la música culta centroeuropea y la “fuerza bruta” del be-bop. Y pronto llegarían la música moderna alternativa (John Cage, Morton Feldman), la inscripción en la neoyorquina escuela de música Juilliard, las lecturas esenciales de Hermann Hesse, Jack Kerouak o de su más tarde amigo íntimo Allen Ginsberg, o el cine de Jean Cocteau, cuyas películas acabaría convirtiendo en óperas. Y aun así, aun estaban por incorporarse dos pilares esenciales en su manera de entender la música: su relación con el virtuoso del sitar hindú Ravi Shankar y las clases recibidas de una profesora legendaria, Nadia Boulanger, que formó a tantos genios de la composición, de Gershwin a Piazolla. Después, es posible que fatiguen algo tantas páginas tibetanas, tanto viaje a India y tanta explicación sobre el influjo de oriente, aunque vengan del creador de la primera ópera centrada en la figura de Ghandi (Satyagraha).
Mente inquieta y permeable
Muchos años de formación, justificables para una mente tan inquieta y permeable como la de Glass. Además no pudo ganarse la vida como compositor hasta finales de los setenta, con más de cuarenta años, pero no hay un gramo de resquemor en el libro por este asunto. Al contrario: se declara un privilegiado por haber sido un artista más en el Nueva York de los años sesenta, en aquella eclosión en la que “los mundos del arte, del teatro, de la danza y de la música convergieron. Era una fiesta que no acababa nunca y yo me sentía en medio de la misma”.
Lo más parecido que tuvo a un primer gran éxito fue en 1976 su ópera Einstein on the Beach, en colaboración con el director de escena Robert Wilson. Un hito del género que nuestro hombre compuso en los años que ejerció de taxista, un empleo que le permitía trabajar de noche y utilizar las manos en un entorno laboral seguro. En jornadas, no obstante, a veces arriesgadas (cuenta con detalle cómo una vez estuvo a punto de ser asesinado), bregando con indeseables (“odiaba recoger borrachos: vomitaban en el vehículo, no se acordaban de a dónde iban o no encontraban el dinero”) y con alguna sorpresa inolvidable como recoger un día a Salvador Dalí con “su bigote con las puntas hacia arriba”. Acabó tan saturado que se negó a ver Taxi Driver (1976) cuando se estrenó, negativa que repitió muchos años después cuando el propio Scorsese le quiso preparar una proyección.
Hay espacio también para su vida sentimental, sus dos relaciones más largas con sendas artistas, sus hijos y sus más estrechos colaboradores, sus viajes y películas. Hay muchas páginas para comprender mejor una trayectoria que, más allá del yoga y la alimentación vegetariana, puede calificarse de cualquier cosa menos de minimalista; una vida, al contrario, llena de flecos: la del practicante de lucha libre, fontanero y bohemio, aficionado a las matemáticas y la astronomía, motero y pensador incansable. “La razón para empezar a componer música fue muy sencilla. Había comenzado a reflexionar sobre el origen de la música y no había conseguido encontrar la respuesta ni en los libros ni en los músicos amigos. Pensé que si empezaba a componer yo mismo, tal vez la descubriese”.
Palabras sin música [1]
Philip Glass
Traducción: Mariano López
Malpaso
496 páginas
24 euros
E-pub: 19.99 euros