Tenía pues todas las papeletas para ser piedra angular del ensayo del profesor Alberto Romero Ferrer Lola Flores. Cultura popular, memoria sentimental e historia del espectáculo [1], un trabajo que busca y consigue ir más allá de la biografía artística de La Faraona. Una obra disfrutable por igual para sus seguidores y para los interesados en la diferente influencia que ha tenido el arte flamenco en la cultura española a lo largo de los años desde que fuera ingrediente fundamental de las óperas y ballets de Manuel de Falla o de la primera poesía de Federico García Lorca.
Lola Flores se erige aquí en atinado hilo conductor a través del cual recorrer lo mejor del espectáculo popular en la España del siglo XX, por ser nadie mejor que ella “portadora y referente inexcusable de la memoria emocional y sentimental del país que surgía tras la guerra”.
El autor estructura su obra en cuatro grandes bloques que se corresponden con otros tantos momentos vitales y profesionales de la bailaora y cantante: desde su nacimiento hasta que empieza en el teatro (1923-1938), que son los años de El sombrero de tres picos, Romancero gitano, Poema del Cante Jondo y los bailes de la Argentina y la Argentinita; a este periodo le sigue el de la posguerra (1939-1949), cuando ya irrumpe en la escena, racial y desatada, nuestra protagonista con el nombre de Lolita Flores Imperio de Jerez a la vera de Manolo Caracol; la tercera etapa (1954-1974) es la más cinematográfica, convirtiéndose en pieza esencial del star system con acento andaluz del cine español de la época, estrella al otro lado del charco y esposa y madre tras casarse con uno de los creadores de la rumba catalana, Antonio González, el Pescaílla; la última fase (1975-1995), la que arranca con la muerte de Franco y acaba con su fallecimiento, es definitivamente agridulce: artista popular del régimen anterior, no es vista con buenos ojos por la élite cultural si bien es objeto de encendidos elogios, sobre todo por su condición de mujer libre y siempre fuera de norma, por parte de firmas señeras de entonces como Terenci Moix, Manuel Vázquez Montalbán o Francisco Umbral.
“No actúa, no baila, no canta. ¡No se la pierdan!”. Aquella reseña del New York Times la puede refrendar cualquier español que la viera aunque fuera un rato en alguna gala televisiva. Lola Flores siempre tuvo algo especial y lo tuvo desde el principio. Justamente cuando empieza a hacerse un nombre en los primeros años del franquismo, las canciones anteriores a la guerra fueron maquilladas para restarles picardía y descaro, suavizando sus aspectos más sensuales.
La nueva canción española debía respirar aires flamencos porque así se consideró que guardaba nuestras mejores esencias y había que poner, por tanto, todo ello al servicio de los estereotipos de la españolada franquista. La vigilancia censora fue, no obstante, compatible con los años de mayor esplendor de la copla de la mano maestra de los Quintero, León y Quiroga, creadores de historias de pocos minutos y mucho patetismo que le iban tan bien a la artista jerezana.
Ahora bien, se podía tachar la palabra escandalosa pero no se podía someter la fuerza y la capacidad de transgresión que imprimía Lola Flores a su manera de interpretar la copla, a su habilidad innata para llevar al escenario el flamenco más libre y salvaje, el del colmao o la fiesta íntima. Sus espectáculos teatrales con Manolo Caracol quedarán al margen, de alguna manera, de esa cierta domesticación del flamenco que impuso la nueva moral.
Una de las piezas clave de la pareja, obra del citado triunvirato compositor, fue La niña de fuego. Hoy podemos hacernos una idea de lo que hacían con ella encima de las tablas gracias a la película Embrujo (1944). En aquella cinta de Carlos Serrano de Osma uno de sus temas centrales era esta copla pasional en la que Caracol saciaba la sed de la Flores. El hombre bueno que cantaba y la mujer mala que bailaba.
Otras dos canciones posteriores que contribuyeron a construir el mito fueron Ay pena, penita, pena y La Zarzamora, ambas salidas también de la imaginación de los maestros Quintero, León y Quiroga. Formaron siempre parte de su repertorio. Hubo muchas otras de calidad diversa. Alberto Romero recuerda en su libro que según Umbral en buena parte de estas canciones latía la memoria de García Lorca, aunque se abusara “de muchos de los símbolos más característicos del poeta de Granada”.
La popularidad de Lola Flores se multiplicó realmente cuando se convirtió en una de las estrellas del productor gallego Cesáreo González, dueño de Suevia Films, capaz, a mediados de los cincuenta, de sacar adelante al mismo tiempo dos películas tan distintas como Muerte de un ciclista y El pequeño ruiseñor. México, La Habana, Nueva York… Lola Flores fue una eficaz embajadora para la España de entonces.
En los años sesenta se agota la fórmula y, como escribe Alberto Romero, va tocando a su fin ese “mundo castizo de copla, peinetas y batas de cola” y dejando paso a “otro tipo de figuraciones más modernas en la línea del cuplé y el melodrama” como el que empezaba a poner de moda Sara Montiel. Momento en que Lola Flores decide reinventarse una vez más haciendo a partir de ahora fundamentalmente de sí misma. “Yo soy Lola Flores, y ya no puedo remediarlo”, dirá y lo hará en un clima que artísticamente se va volviendo cada vez menos propicio a su arte. Con la Transición pareció llegar la necesidad de buscar “un chivo expiatorio, un cabeza de turco sobre el que depositar todas las mezquindades del régimen. De género popular de éxito pasaba a su rechazo más radical. Y sus protagonistas –todas estigmatizadas como franquistas– a partir de ahora debían exhibir la letra escarlata de la condena”.
Pero Lola es caso aparte y cualquier percance de su vida tiene impacto nacional; ahí están para demostrarlo esos momentos tragicómicos como la boda de su hija mayor (1983) o sus problemas con Hacienda (1989). “¡Si una peseta me diera cada español!”, llegó a sugerir para arreglar su delicada situación económica. Una frase a colocar junto “a lo mejor pido que en la caja me la metan… la bata de cola” o aquella otra de “si me queréis, irse”, dicha a los asistentes que se colaron en la iglesia y que a punto estuvieron de impedir el enlace matrimonial de Lolita.
Es complicado tener hoy menos de cuarenta años y no tener una visión de Lola Flores sepultada por su propio personaje público. Como bien dice el autor de esta biografía recién editada y distinguida con el Premio Manuel Alvar de Estudios Humanísticos 2016, un personaje tan atractivo y aparentemente frívolo no dejó entrever “la riqueza y altura de sus capacidades y talentos en el mundo del baile, el teatro, la copla, el cine o la televisión”. Aun así los más atentos pudieron dar fe de su potencial en películas como Truhanes (1983), en la serie televisiva Juncal (1989) o –ya frisando las setenta primaveras– en las Sevillanas (1993) de Carlos Saura.
https://youtu.be/0sJgiV3kUYw
La Niña de Fuego, la Salvaora, la Zarzamora, la Petenera, Lola Torbellino, o la Lola de España en cualquier de sus encarnaciones, siempre fue tristemente consciente de que con las historias y directores adecuados podía haber sido nuestra Anna Magnani, la temperamental actriz fetiche del neorrealismo italiano. Lo fue. Seguramente no en la pantalla grande pero sí bailando y cantando encima de un escenario.
Lola Flores. Cultura popular, memoria sentimental e historia del espectáculo [1]
Alberto Romero Ferrer
Fundación José Manuel Lara
371 páginas
21,90 euros