La mayoría son tipos endiosados que están muy lejos del perfil original asociado a la palabrita: el de aquellos que en el mundo del teatro o la ópera causaban verdadero furor en el público. Personalidades con egos como catedrales que destacaban por sus méritos artísticos pero también por su comportamiento con luces y sombras. En ausencia de Twitter o Facebook, las connotaciones más negativas de todos ellos, muchas veces, en lugar de desactivar el hechizo reforzaban la leyenda.
La gran ópera fue su hábitat natural, femenino mayormente su género y María Callas su más perfecta encarnación. El mejor acercamiento posible a este universo de diosas canoras fuera de norma es el ensayo Simplemente divas [1] (Fórcola Ediciones, 2015), riguroso, erudito y entretenido libro del especialista en la materia Fernando Fraga; desde ya una obra clave en castellano para descubrir la peripecia vital de buena parte de las mujeres que pusieron su voz y muchas cosas más al servicio de las heroínas creadas por Bellini, Mozart, Rossini, Donizzetti, Verdi, Puccini, Massenet, Wagner o Strauss. Una pena que el libro no incluya una relación de discos con los que complementar la lectura.
Definiendo a la diva
La obra de Fraga apela a una cita de un músico colega del gran Rossini para resumir lo que es definitorio de la diva clásica: voz maravillosa, gran talento dramático, fascinante belleza, ascendiente sobre el público, personalidad y constitución física excepcionales… En fin, ingredientes tan obvios como esenciales, pero hay otros muchos, unos más escandalosos y extravagantes que otros, y que vamos conociendo a medida que el autor nos relata, en orden cronológico, los éxitos y desdichas de las primadonnas de los últimos dos siglos.
Nos enteramos así de otros elementos comunes a muchas de ellas e igualmente válidos para hacer una radiografía completa de la diva: son los que van de la ajetreada vida sentimental (mínimo tres maridos) a ganar una pasta ingente por actuación; de ser objeto de adoración por los intelectuales y grandes escritores de la época (un nivel: Stendhal, Poe, George Bernard Shaw…) a madurar con uno ojo puesto siempre en la rival y el otro en esa recién llegada que aprovechará la mínima ocasión para robarte la silla. Pero hay más: están las reacciones imprevisibles, la adicción enfermiza al aplauso y la identificación más allá de lo razonable con alguno de los personajes interpretados, el privilegio de que escriban óperas pensando en tus cualidades o el honor de ver tu vida llevada al cine.
¿Pero realmente ha habido alguna soprano o mezzosoprano en la que confluyan todos esos rasgos? Casi que no. La Callas es quizá la que más cerca está de ese retrato robot. Pero que no haya una no quiere decir que no haya unas cuantas cuya biografía, juntas, nos permita hacernos una idea de lo que fueron las grandes divas operísticas a lo largo de algo más de doscientos años. Y si algo tiene el libro de Fraga es divas para dar y tomar. He aquí una selección de ellas, de sus arias, caprichos, rarezas, curiosidades e inolvidables exhibiciones de talento en diez paradas.
Los castrati estaban antes
En la ópera del siglo XVIII el carácter divino fue antes patrimonio de ellos que de ellas. No de los tenores, sino de los castrados, cuyo depurada técnica y bello timbre, pasado el tiempo, añoraba y provocaba la admiración de grandes compositores como Rossini. El impacto de su voz se veía además reforzado por una imponente presencia escénica debida a la extirpación de los testículos sufrida en la pubertad, lo que les proporcionaba además una altura superior a la media. Fraga recuerda que la napolitana Anna de Amicis fue una de las primeras mujeres en competir abiertamente con un castrado. En lo que no había competencia sino cierta coincidencia entre los castrados y las futuras divas era en el gusto por la extravagancia, el capricho y la ostentación.
Antes muerta que sencilla
Si se trata de dejar claro al personal que una no es del montón, entonces habrá que citar a una pionera -primera mitad del XVIII- en esto de llamar la atención: la romana Caterina Gabrielli, que salía de los teatros con un ejército de criados a su paso; uno para arrastrar la cola del vestido, otro para el perrito, un tercero que cargaba con el papagayo y otro más para la monita. Otra Gabrielli, ésta de nombre Adriana pero igualmente italiana y de conducta escandalosa, fue diva que tuvo entre sus privilegios estrenar obras de Mozart, entre ellas el personaje de Fiordiligi de Così fan tutte. Aquí, por motivo obvios, en la voz de una diva de nuestros días, la Bartoli.
En la cama del compositor
En una calle cercana a lo que es hoy la Gran Vía de Madrid nació el 28 de febrero de 1784 Isabel Colbran, amante primero y esposa después de Gioachino Rossini. Una unión con sus cosas buenas (el de Pésaro escribió para ella nueve personajes) y malas (le transmitió la gonorrea). El orondo compositor se cansó de la madrileña tras catorce años de matrimonio y muchas óperas juntos. Otro boda diva-maestro fue la de Guiseppina Strepponi con su tocayo Verdi. Aquí una de esas piezas del repertorio de la Colbran cantada por la mezzosoprano norteamericana Marilyn Horne.
Pagadas y enfrentadas
En la primera mitad del siglo XIX las cantantes, conscientes de que ellas podían garantizar al empresario el aforo completo, empezaron a reclamar lo que en justicia les pertenecía. El libro de Fraga cuenta que Giuditta Pasta y María Malibrán, nacidas en 1797 y 1808 respectivamente, fueron las mejor pagadas de su tiempo: mil francos por actuación. La rivalidad real o inventada entre ambas divas mantuvo muy entretenida a la prensa de la época y parece que cruzaron armas con la Norma de Bellini, que además había estrenado Pasta. No es posible saber hoy por nosotros mismos quién volaba más alto con el momento más célebre de la heroína belliniana. Quizá hicieran algo igual de bueno que la Callas, pero sospechamos que mejor es imposible.
La primera gran diva en vinilo
Aunque Barcelona es tierra de grandes sopranos –véase Victoria de los Ángeles o Montserrat Caballé-, lo cierto es que una de las mejores del siglo XIX, nada más y nada menos que la preferida de Verdi, Adelina Patti, vino al mundo también en Madrid en 1843. Su carrera se desarrolló, sobre todo en París y Londres, pero volvió a los Madriles, al Teatro Real, veinte años después para cantar La Sonnambula. Como diva, la Patti, además de gran cantante, fue estrella caprichosa y la única de las grandes de su siglo que llegó a dejar muestra grabada de su talento.
Bellezas cinematográficas
Para trabajar en el cine ser guapa no es condición sine qua non, pero ayuda; y eso vale en cualquier circunstancia, incluso si eres una diva de la ópera. Fue el caso de la bella italiana Lina Cavalieri, que rodó tres películas mudas entre 1912 y 1915. Volvería muchos años después a la gran pantalla cuando se adaptó su biografía para ser rodada con la cara y la voz de Gina Lollobrigida como protagonista. Muchas más películas rodó la estadounidense Geraldine Farrar, otra diva de gran personalidad capaz de enfrentarse al director de orquesta Toscanini a propósito de un pasaje de Madama Butterfly. Y Fraga apunta que aunque no hizo cine merece destacarse a Claudia Muzio por ser la primera en el mundo de la ópera en adoptar poses y actitudes propias de las estrellas del séptimo arte. Otra que hizo cine fue la Callas en la Medea (1969) de Pasolini.
Divas mariscalas
En este libro plagado de divas hay varios compositores con capítulo propio. Uno de ellos es Richard Strauss. Entre el ramillete de cantantes que dieron vida a las heroínas del genio alemán, destaquemos dos realmente excelsas y estrechamente unidas entre ellas a nivel personal y profesional: Lotte Lehmann y Elisabeth Schwarzkopf. A la primera los nazis le ofrecieron todos los privilegios imaginables a condición de cantar sólo para los alemanes, honores que rechazó abandonando el país. Ambas sopranos encarnaron uno de los mejores papeles de una de las mejores óperas: el de la Mariscala de El caballero de la rosa, de Strauss.
La Divina: la conocerás te guste o no la ópera
O sea, María Callas: la única que, como bien subraya Fraga, «logró traspasar los estrechos límites del recinto operístico para interesar al resto de la humanidad normalmente preocupada por otro tipo de acontecimientos vitales». La fascinación que despertó en sus años de gloria no se ha apagado aún y continúa firme el goteo de películas y libros que siguen recordando su figura, sus grandes triunfos, la trágica pérdida de facultades y, claro está, sus cuitas amorosas. Aquí no la vemos; en su lugar vemos a un Tom Hanks enfermo de sida que confiesa a su abogado su predilección por esa aria de Andrea Chenier, de Giordano, en la voz de la Divina, para acto seguido describirnos la escena mientras la Callas lo da todo.
La diva española
Victoria de los Ángeles nació un mes antes que la Callas. Apenas se saludaron alguna vez en algún teatro, pero la Divina hizo en una ocasión referencia a la catalana como «la única flor» de «ese estercolero» que era para ella el exclusivo Metropolitan de Nueva York, con el que tenía sus más y sus menos. Se podrá discutir si Victoria de los Ángeles tenía o no la voz más bella y delicada del siglo XX, pero lo que parece empíricamente demostrado es que nadie cantó en su época tan bien en tantos idiomas. Para que luego digan de la mala relación de los españoles con las lenguas extranjeras…
Grave peligro de extinción
Fernando Fraga dedica las últimas páginas a reflexionar si no vivimos ya una época sin espacio para nuevas divas al estilo de las citadas arriba y muchas otras como la Tebaldi, la Shutherland, la Ponselle o la Nilson; se pregunta con todo el sentido si realmente la Callas no fue la última diva, la que rompió el molde en el sentido más literal de la expresión. Nos recuerda con humor que hay cosas que una diva no puede hacer. Y no se muerde la lengua cuando afirma, con ejemplos que todos conocemos, que una diva de verdad nunca «se contaminaría anunciando relojes ni cualquier otro objeto adocenado, o sea propio de la multitud humana, y mucho menos se complicaría en horripilantes anuncios televisivos, de lotería o de cualquier otro producto al alcance de la generalidad». Pero entonces ¿no hay motivos para la esperanza? Cita alguno poco discutible como la rusa Anna Netrebko, que no parece «una ama de casa» con posibles sino una verdadera estrella del arte canoro. Condiciones tiene, desde luego, para pertenecer al grupo de las elegidas.
Simplemente divas [1]
Fernando Fraga
Fórcola
384 páginas
23,50 euros