En su concepción, tanto Mozart como Emanuel Schikaneder (autor del libreto), masones declarados, idearon La flauta mágica como una representación de las ideas masónicas de enfrentarse al oscurantismo de la ignorancia y perseguir la luminosidad de la verdad y la razón de la Ilustración.
Las intenciones de ambos quedan reflejadas a las claras al presentarnos a un virtuoso joven, Tamino, que es engañado por la Reina de la Noche, a cuyo mandato deberá hacer frente si quiere alcanzar la felicidad. Tamino y Pamina, hija de la Reina de la Noche, secuestrada por Sarastro, descubren que quizá este último no es el ser despreciable que la monarca describe, sino un hombre que quiere abrirles paso al mundo del conocimiento. El camino, sin embargo, no es fácil, y los jóvenes amantes deberán enfrentarse a una serie de pruebas para demostrar que son dignos de tal honor.
Estrenada en un teatro suburbial de Viena en 1791, este Singspiel (ópera musicalmente más sencilla y con recitativos hablados) cautivó al público por la sencillez y diversión de su propuesta. Lo que podía haber sido una opereta meramente entretenida fue elevada a obra magna gracias a las partituras de Mozart.
Poderío visual
Como viene siendo tradición en las últimas propuestas que está acogiendo el Teatro Real (no hay más que echarle un ojo a la reciente Alcina [1]), este nuevo montaje, gestado en la Komische Oper de Berlín en 2012, impacta por su poderío visual. Kosky y 1927 aprovechan el mundo de fantasía que propone la ópera de Mozart y hacen alarde de una imaginación asombrosa.
El telón se abre y deja paso a una enorme pantalla blanca sobre la que veremos a través de animaciones toda la escenografía del espectáculo. Los intérpretes, que deben echar mano más que nunca de su talento como actores, interactúan a través de trabajadas coreografías gestuales con los dibujos proyectados, creando la ilusión de que todo lo mostrado existe realmente ante nuestros ojos. Varias puertas giratorias y plataformas colocadas estratégicamente a distintas alturas de la pantalla permiten dar una mayor profundidad al espectáculo visual que se despliega ante nosotros, rompiendo cualquier estatismo.
El cine es el gran homenajeado en este montaje de La flauta mágica. Con una clara ambientación a lo años veinte, sus personajes adoptan la apariencia de iconos clásicos como Rodolfo Valentino (Tamino), Buster Keaton (Papageno), Louise Brooks (Pamina) e incluso Nosferatu (Monostatos). El trazado de las animaciones tiene ecos del cine expresionista, evocando por momentos los juegos visuales de Méliès (y alguna referencia al Disney más lisérgico).
Las películas mudas son el referente interpretativo. Los actores, que gesticulan a la manera de aquellas cintas, prescinden de hablar, acto sustituido por rótulos sobre la pantalla acompañados por el pianoforte de Luke Green, que interpreta fragmentos de la Fantasía en Do menor del compositor austriaco.
El resultado es espectacular. El escenario se llena de fantasía colorista en una cuidada composición con una simetría que recuerda a las escenas de cualquier trabajo de la filmografía de Wes Anderson.
Virtuosismo
Apoyados por el Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real, los intérpretes aúnan con soltura desparpajo actoral y maestría vocal. El doble reparto coral que da la cara está compuesto, entre otros, por Joel Prieto y Norman Reinhardt (Tamino), Sophie Bevan y Sylvia Schwartz (Pamina), Joan Martín-Royo y Gabriel Bermúdez (Papageno), Ana Durlovski y Kathryn Lewek (la Reina de la Noche), Christof Fischesser y Rafal Siwek (Sarastro), Ruth Rosique (Papagena) y Mikeldi Atxalandabaso (Monostatos).
Los entendidos en ópera opinan que no es La flauta mágica una de las que requiere un gran virtuosismo vocal. Sin embargo, oyendo a la Reina de la Noche entonar la célebre aria Der Hölle Rache kocht in meinem Herzen es fácil poner tal afirmación en duda. Hay que ser dueña de una tesitura vocal considerablemente alta para salir airosa de esa pieza. Algunas, como Edda Moser, Cristina Deutekom, además de las actuales Durlovski y Lewek, se alzaron y alzan triunfantes. Otras, como la cómicamente popular Florence Foster Jenkins, al menos lo intentaron.
No se puede más que recomendar sumergirse en esta ópera que estará a disposición del público madrileño durante apenas dos semanas. Toda una reinvención de un clásico que, sin embargo, conserva la esencia del original.