Para escribir su última novela ha investigado mucho sobre la figura del polifacético E.T.A. Hoffmann. ¿Quién era en realidad este enigmático artista?

Hoffmann tuvo muchos oficios, pues fue director de teatro y uno de los primeros que dirigió una obra de Calderón de la Barca, jurista, dibujante, escenógrafo y profesor de canto, pero siempre declaró que la madre de todas las artes era la música. De hecho empezó a escribir literatura en revistas musicales y muchos de sus cuentos tienen un trasfondo musical. Tal era su pasión por la música que cambió uno de sus tres nombres de pila por el de Amadeus en honor a Mozart y en sus diarios señala como uno de los días más felices de su vida aquel en el que recibió una carta de Beethoven agradeciéndole la publicación de una crítica muy elogiosa en un momento en el que el autor de la Novena estaba siendo muy denostado. Hoffmann se enamoraba de las voces y mostró una pasión casi desbocada por una alumna, lo que le obligó a poner tierra de por medio pues él estaba casado y aquella chiquilla solo tenía quince años. Su gran vocación y por lo que quería ser reconocido era como músico. Yo llegué a la gloria de su música a través de la veneración de su literatura.

Y dentro de esa gloria la ópera Ondina sirve de marco a la novela que usted ahora publica.

Fouquet, que era aristócrata muy relacionado con la familia real, admiraba a Hoffmann y consiguió una gran producción para Ondina. Entonces se valoraba mucho el talento de los demás, las discusiones eran intelectuales, incluso a la hora de maldecir. Cuando Hoffmann leyó Ondina pensó que era un gran argumento para una ópera, contactó con Fouquet y se metió de lleno en su composición. La obra fue estrenada con motivo del cumpleaños del emperador y desde su estreno, como le ocurre a todas las obras innovadoras, fue muy querida y, al tiempo, muy despreciada. Él ya era conocido como escritor y creo que en el fondo no se le perdonaba que además fuera un excelente músico. Una de las reseñas más elogiosas fue la del compositor Karl Maria von Weber. Las representaciones de Ondina se truncaron a causa de un incendio que destruyó los decorados y el teatro en el que la ópera se representaba. Después de aquel desastre solo se volvió a representar una vez en una producción mucho más modesta.

Usted afirma que estamos ante la primera ópera del Romanticismo alemán. ¿Estamos ante un libro reivindicador?

Yo no era consciente de eso cuando empecé a investigar para escribir el libro. Ahora reivindico Ondina como la primera ópera del Romanticismo alemán, título que injustamente ostenta El cazador furtivo de Karl Maria von Weber, una obra que claramente bebe de Ondina. Sin embargo, después de aquella reseña elogiosa, Weber nunca mencionó a Hoffmann. En ese sentido se suma a esa lamentable costumbre de «matar» al maestro. Creo que mi libro es una novela histórica que tiene su punto reivindicativo. El hecho es que Ondina, que va a cumplir doscientos años y es una obra realmente maravillosa, no es objeto del reconocimiento que merece. Con motivo del aniversario busqué por si se iba a realizar algún homenaje o algo y me llevé la sorpresa de que no hay nada, absolutamente nada previsto. Es más, hay musicólogos que siguen sin conocer la obra del Hoffmann músico.

«La literatura exige un estado de consciencia»

Habla usted de las curiosas circunstancias que rodearon el nacimiento de Ondina. ¿Cuáles fueron?

Ondina se publicó en el verano de 1816, el mismo en el que Mary Shelley escribía el prólogo de su obra Frankenstein. Por ese prólogo sabemos que fue un verano extraño como consecuencia de una gran erupción volcánica que se produjo en la otra punta del mundo que provocó que casi no hubiera primavera. Fue un verano de agua continua y de muchos fuegos. Soy una agnóstica espiritual y sé que a menudo gente que no se conoce de nada está conectada. En ese verano se gestó el vampiro como figura literaria. Yo siempre reivindico al científico Polidori como auténtico creador del vampiro. Ese verano él, con Byron y Mary Shelley, hicieron un pacto para crear cuentos de terror y así nació el padre literario de todos los vampiros, también Frankenstein, que a su vez ha generado muchos hijos, y se estrenó Ondina. Es curioso. La vida genera vida y eso sucedió entonces, cuando nació la ópera de la que hablamos.

Usted estudió pintura y escultura, algo que afirma le ha sido fundamental a la hora de escribir. ¿En qué sentido?

Sí, lo he dicho y lo sostengo. En arte me interesa menos lo que últimamente se está haciendo porque no se respeta el oficio. Un músico tiene muy claro que tiene que pasar una serie de años, cinco, siete o más de su vida haciendo escalas. Pero en pintura y escultura a menudo existe la creencia de que lo importante es aprender a firmar. Cuando estudié escultura supe que tienes que hacer un esqueleto para que la obra no se te caiga. En una novela es lo mismo. Tienes que hacer una estructura para que la novela no se desplome. Una vez hecho eso, paradójicamente tienes más libertad para crear. Puedes ser más disparatada. Hay en el escritor, o debe de haber, una honestidad artesanal de oficio. Tuve un gran profesor de escultura que era hijo de un marmolista de cementerio y que había dado los primeros pasos de la profesión con su padre. El me enseñó que en arte y en escultura hay tres procesos: el primero es la creación en barro de lo que se quiere representar; después viene la destrucción, que consiste en crear un molde que se destruye; y finalmente se produce la resurrección cuando la figura surge en un metal noble e imperecedero. Es la búsqueda de la inmortalidad. Eso mismo sucede en la literatura, que exige un estado de consciencia.

¿Por qué la gente debe leer Ondina o la ira del fuego?

Nunca es tarde para descubrir esta ópera maravillosa, para descubrir la música de Hoffmann, incluso para acercarse al mundo de los sueños que nos permite conocernos mejor a nosotros mismos y conocer nuestra dignidad. Y, a través de la conciencia, descubrir nuestro ángel y nuestro diablo; la parte luminosa y la parte oscura que hay en nuestro ser para mantenerla a raya y lograr ser una persona ética. Con naturalidad aceptar lo que somos y corregir lo corregible.

Premonitoria

En su obra Cartas desde las montañas, E.T.A. Hoffmann textualmente escribe, y así lo recoge Irene Gracia: «Existen músicas tan incendiarias que, si las emites más de trece veces en el mismo teatro, todo acaba ardiendo como el alquitrán, me dijo una noche alguien que me admiraba. Es una forma fantasiosa de contar que, cuando un teatro arde, alguien acercó una llama al escenario».

Palabras premonitorias que reflejan lo que sucedería con su desconocida ópera Ondina, que protagoniza Ondina o la ira del fuego, la novela de Irene Gracia.

Un teatro en llamas celebrando las nupcias del fuego y el agua. Una representación convertida en una hoguera en mitad de la noche, clausurando las funciones de Ondina, la primera ópera del Romanticismo alemán, compuesta por el escritor E.T.A. Hoffmann, amante de los cuentos de terror y bebedor inveterado. Un ágape tras las llamas en el que también se de­sata un incendio, un banquete báquico donde las narraciones fluyen tan deprisa como el vino y el deseo. Un enigma que se desliza por el cuerpo y el alma de los asistentes: ¿quién ha quemado el recinto y desea el cese del espectáculo? ¿Es la envidia una pasión cuyo poder supera todas las creaciones del arte?

En esta poderosa novela, Irene Gracia da voz a Johanna Eunicke, la cantante que interpretó a Ondina, a la par que recrea las fantásticas tertulias organizadas por Hoffmann, origen de los nuevos géneros que convertirían el Romanticismo en un movimiento liberador, capaz de desplegar ante los hombres todos los misterios de la naturaleza y la nocturnidad.

Ondina o la ira del fuego Irene GraciaOndina o la ira del fuego
Irene Gracia
Siruela
214 páginas
15,95 euros
E-pub: 9,99 euros
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