El problema de semejante inspiración es que, por más que el propio Warlikowski intente defenderla, ni la historia de Eurípides, ni el libreto de Marie François Louis Gand, ni la popia música de Gluck, la sostiene. ¿Por qué una mujer está dispuesta a morir por su marido si hasta hace unos días iba a divorciarse de él? Ya no está enamorada, está decepcionada con él y con la vida misma. Para morir por alguien hace falta una pasión y un amor inconsolable. ¿De verdad lo siente la Alceste de Warlikowski?
El director de escena lo justifica afirmando que, después de la entrevista de televisión, Alceste se entera de que su marido está en el hospital muriéndose y siente que ella es la causante del desastre. «El sentimiento de culpa la empuja a sentirse responsable de su desgracia, a arrepentirse y a inmolarse por él. Cuando lo ve en la cama, se olvida de cómo ha sido la relación, de que él la ha humillado. Al principio de su encuentro, ella sí estaba enamorada, pero luego se da cuenta de que ha vivido una mentira porque él no ha dado nada en su matrimonio».
Más allá del amor
Warlikowski ve también a una Alceste empujada al sacrificio por una corte y unos sacerdotes tan dispuestos a proclamar su amor por el rey como a huir cuando hace falta o a encontrar una víctima voluntaria para salvarlo. Sin embargo, nada de eso se entrevé en la versión francesa de la ópera de Gluck, que en todo momento habla en el libreto de un amor profundo, de un sacrificio pasional, y que en el fondo no es más que una tragedia griega donde el sentimiento amoroso es elevado al paroxismo, y que como afirma Damien Chardonnet-Darmaillacq, responsable de la dramaturgia de esta producción, invita, sin duda, a una interesante reflexión: «¿Qué amor es ese tan dispuesto a destruirse a sí mismo?».
La historia acierta al ambientarse en un hospital, en una sala de recepciones real, en un templo o en el infierno, pero de nuevo Warlikowski resbala al incluir una serie de imágenes de fondo, que aunque son características en su trabajo, en esta ocasión no aportan nada ni argumental ni estéticamente. Más bien distraen y enturbian, como también hacen las peleas gratuitas del segundo acto y hasta la violencia del propio Admète cuando se entera del sacrificio inminente de Alceste. El final, ese momento en que Alceste regresa del Infierno, en que la pareja es perdonada y al fin puede ser feliz, queda diluido en la ambigüedad del semblante, la apariencia y la tristeza de la protagonista.
La soprano Angela Denoke, el tenor Paul Groves y el bajo barítono Willard White son, junto al Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real y la batuta de Ivor Bolton, lo mejor de la producción. La ópera de Gluck recupera el papel del coro griego al darle un papel importante como comentarista de la acción sobre el escenario y así regala momentos de pura delicia coral. La música, expresiva y llena de efectos que anticipan y acompañan el drama, es parte del encanto, sin olvidar el difícil reto de cómo afrontar (o hacer cercana) una verdadera tragedia griega.