De hecho, aquel año adelantaron al punk por la derecha. El de Detroit soltó a la bestia parda que siempre ha llevado dentro y sus berridos hicieron feliz maridaje con la música experimental y atmosférica que Bowie venía probando por las mismas fechas en discos como Low o Heroes. Dos toxicómanos limpiándose en el frío Berlín y facturando en un solo año cuatro clásicos del mejor rock de los setenta.
Cuando seis años antes Bowie había aterrizado por primera vez en Estados Unidos, quedó enseguida prendado de algunas cosas. De Warhol y Nueva York, desde luego. De Dylan y de la Velvet Underground sin duda. Pero también de Iggy, de esa fuerza de la naturaleza capaz de enfundarse un pantalón vaquero para cinturas anoréxicas y navegar entre el público de sus conciertos con una energía, descaro y seguridad fuera de lo común, bien aprendidas de Jim Morrison. Pronto la adicción a la heroína le inhabilitó definitivamente para volver a subirse a la escena, y en esas estábamos cuando llega la propuesta de Bowie y el principio de la rehabilitación con la salida de The Idiot.
En este primer trabajo conjunto, la huella de Bowie, que compuso todas las músicas, tocó el piano y el saxo, aportó en las letras e hizo coros, es más patente que en el siguiente, Lust for Life, más accesible y radiable y que incluye dos hits del repertorio de Iggy: el tema que da tituló al elepé y The Passenger. En The Idiot, en cambio, apareció por primera vez China girl, un tema que Bowie volvió a grabar seis años después con la guitarra de Stevie Ray Vaughan. Esta semana se cumplen tres años de su muerte y seguimos echándole de menos. Seguro que Iggy también.