Febrero de 1968. Cash vive un momento más o menos dulce después de unos cuantos al borde del abismo. Parece tener bajo control su adicción a las anfetaminas y ha encontrado en June Carter a la mujer de su vida tras el fracaso de su primer matrimonio. Sobrio y feliz, Cash ha decidido grabar un directo entre rejas. No era un oportunista. Ya había dado casi medio centenar de conciertos en este tipo de recintos. Él, más que nadie, merecía registrar el ambientazo que su presencia desataba en el personal condenado que le consideraba uno de los suyos aunque realmente nunca había pasado un tiempo a la sombra. “Los aplausos y su apasionada respuesta”, recuerda Cash en sus memorias, “eran la única manera en que se les permitía desahogarse. Pegaban patadas en el suelo, golpeaban las mesas, chillaban, silbaban, aplaudían y hacían todo el ruido que podían porque estaba dentro de los límites de lo ‘permitido’. Siempre pensé que sería emocionante grabar toda aquella excitación en un disco”.
En su compañía, Columbia Records, se lo desaconsejaron pero Cash lo tenía claro. Para un tipo de fuertes convicciones religiosas y obsesionado con el perdón, el objetivo era personal, iba más allá de lo musical o de una posible estrategia de negocio: había que hacer ver a los reclusos que había alguien al otro lado del muro que se preocupaba por ellos.
Las fotos que le hizo Jim Marshall antes del recital nos lo muestran impecable en su traje negro, con chaleco y camisa blanca, y un sólido tupé coronando su metro noventa de altura. Aparte de su banda, viajaron con él su padre y su amada June, con la que se casaría apenas un mes después. Salió al escenario ante dos mil individuos castigados por sus fechorías y, tras su saludo fetiche –Hello, I’m Johnny Cash-, empezó, como no podía ser de otra manera, con una electrizante versión de su Folsom Prison Blues, con el gran Carl Perkins, uno de los padres del rockabilly, a la guitarra solista. El título de la canción, su voz de trueno y versos como “maté a un hombre en Reno simplemente para verle morir” provocaron la euforia desde el minuto uno.
Folsom prison blues
El repertorio estaba cuidadosamente elegido y predominaron las historias (I got stripes, The wall) que favorecieran la identificación del público. En ese grupo hay que incluir también Greystone Chapel, la canción dedicada a la capilla de la cárcel. Escrita por uno de los reclusos, fue entregada a Cash un día antes por el reverendo del centro, que se acercó a su hotel para darle la cinta y animarle a que la escuchara. El Hombre de Negro lo hizo un par de veces antes de acostarse y decidió incluirla en el setlist dando así una alucinante sorpresa a su autor, que no daba crédito a lo que estaba viviendo.
Con todas sus imperfecciones, no pueden ser más vibrantes las versiones incluidas de 25 minutes to go (“me reí en la cara del sheriff y le escupí en el ojo”, canta para regocijo del personal) o la tremenda Cocaine blues. Esta última, además, fue una de las interpretadas por un inmenso Joaquin Phoenix en el formidable biopic de Cash Walk the line (En la cuerda floja, 2005) dirigido por James Mangold.
Cocaine blues (versión peli)
A tenor de los aplausos, el lado más suave y delicado del vocalista (The long black veil, Send a picture of mother, Give my love to Rose…) sedujo igualmente a un auditorio entregado que le ríe todas las gracias y celebra cualquier comentario. June Carter se sumó a la fiesta para cantar a dúo Jackson, el tema que un año antes habían grabado juntos ellos dos por un lado y Lee Hazlewood y Nancy Sinatra por otro, con pocos meses de diferencia. No hay video de esa versión pero sí de la registrada un año después en otra prisión de máxima seguridad: San Quentin. La excelente acogida de At Folsom Prison, editado hace cincuenta años, en mayo del 68, llevó a la compañía a tratar de repetir el éxito en otro centro consiguiendo aún mayores ventas y similar nivel de calidad. No sería el último: Cash grabaría un directo más entre rejas en Estocolmo en 1972.
Jackson en San Quentin
Los discos carcelarios de Cash no solo constituyen una de las cimas de su larguísima discografía; envejecen como los vinos de guarda, forman parte de la gran música popular americana del siglo pasado y son ejemplos ineludibles cuando toca citar las mejores grabaciones en directo de la historia.