Si el hígado del viejo Lou no hubiera dicho basta hace ya ocho años, andaría disfrutando ahora de sus 80 recién estrenadas primaveras. Llegó y se marchó haciendo discos a la contra de todo y de todos. Nunca fue un fenómeno de fans ni de llenar grandes recintos, pese a ser responsable principal del disco más influyente de todos los tiempos (The Velvet Underground and Nico, 1967) o de ser creador de uno de los himnos del siglo pasado (Walk on the wild side). Lo de Lou Reed era otra cosa: quería escribir letras de canciones como si fuera el Raymond Chandler del rock; introdujo como nadie en el cancionero de los sesenta, sin juicios de valor, el universo marginal de las drogas y el sexo prohibido (Heroin, I’m waiting for the man, White light/White heat, Venus in furs); firmó uno de los mejores vinilos del glam (Transformer) y el más bello y deprimente de todos los elepés jamás grabados (Berlin); y suyos son los mejores tributos musicales a Andy Warhol (Songs for Drella), a su ciudad (New York) y a Edgar Allan Poe (The Raven). Su biografía tampoco fue precisamente convencional: el tratamiento de electroshocks elegido por sus padres para corregirle las tendencias homosexuales, la adicción a las anfetaminas, su historia de amor con el transexual Rachel, esa imprevisible bipolaridad que aterrorizaba a los plumillas musicales que se atrevían a entrevistarle…
Todo un personaje que encandila cuando lo descubres a los quince años y cuando lo sigues escuchando en edad de tener nietos. Una presencia que te acompaña toda la vida. El tipo que le pone banda sonora a los momentos más importantes de tu paso por este valle de lágrimas, en los descubrimientos felices y en las pérdidas dolorosas, en los amores y en las despedidas. De todas ellas dan cuenta Vilas y Julià en sus libros. Ambos emprenden un viaje que arranca a mediados de los setenta (su primer concierto en España es en 1975), con paradas comunes como el ya legendario recital en 1980 en el campo de fútbol del Moscardó en el barrio madrileño de Usera o su concierto –24 años después– en el Festival Internacional de Benicàssim.
Con Lou Reed era español Vilas nos lleva a esa España de la Transición, que empieza a mutar de forma favorable pero que aún sigue “llena de curas y militares y viejas y gente acabada”. Un país en el que los discos todavía acusan la censura franquista y los autocares atraviesan con lentitud exasperante zonas estancadas en la Edad Media. Evoca al chaval que fue de un pueblo del Alto Aragón obnubilado con la jeta de Reed, con “un rostro distinto a todos los rostros”, con aquel fulano con gafas de sol y chupa negra que desprendía una auténtica “sensación de desafío”. La primera canción que le obsesiona es Heroin porque no figura en sus vinilos y ha llegado a sus oídos que la policía española avisó al cantante de que no la incluyera en sus conciertos. Es el tesoro que espera encontrar en algún viaje inminente a Lérida, Barcelona o Andorra.
Julià estructura su Catálogo irracional en 43 capítulos cada uno de los cuales se corresponde con una canción del neoyorquino y abre el fuego precisamente con Heroin. Lou Reed la compuso con 19 años mientras cursaba estudios superiores en la Universidad de Syracuse. ¿Era –o es– Heroin una invitación a meterse caballo? Julià es de los que cree que la versión original, la incluida en el primer disco de la Velvet, recreaba la experiencia con su filo malsano y vertiginoso que trae consecuencias (“Heroína serás mi muerte…”) mientras que la espectacular versión recogida en el directo Rock’n’Roll Animal (1974) la convertía en “maniquea invitación a probarla”.
Para Vilas, Lou Reed es La Voz. Para Julià es La Vieja. La cuestión es que La Voz o La Vieja le coge el gusto a España y al resto de Europa. Ya lo dice Vilas, que escribe su memoria en segunda persona del singular: “Te pasó como a Woody Allen, te adoraban en Europa, y en Estados Unidos te iban orillando”. Repetir gira en nuestro país después del mencionado concierto en Madrid en el año ochenta tiene su mérito. Aquel viernes de junio, Lou Reed subió al escenario con mucho, demasiado retraso y pocas ganas de disculparse. “Lo hiciste en inglés, y en España en 1980 ni Dios sabía inglés (Vilas)”. Comenzó con una apuesta segura (Sweet Jane) pero el personal –o una parte de él– no estaba por la labor, tal como recuerda en una crónica de entonces Juliá, que lo vivió en primera fila: “Los vándalos se han colado y llegan cargados de porros y vino barato para insultar a Lou Reed y lanzarle colillas (…) Los salvajes arrancan las vallas de seguridad, las tiran contra el instrumental y suben al escenario para destrozar por el simple gusto de destrozar y arramblan con lo que encuentran: micros, amplificadores… Cuando veo caer los primeros altavoces decido salir del lugar antes de que entre la policía y empiece a repartir leña”.
Una explosión de ira contra un cantante que tiene fama de tener las más temibles e injustificadas explosiones de ira. Un mal bicho que en palabras de Vilas era incapaz de mostrarse agradecido con quienes le ayudaron desde la rendida admiración, incluida España que tanto interés mostró por su obra y tan poco apego y disposición a conocerla recibió del poeta de Brooklyn. “Siempre viene alguien a echarte una mano y tú muerdes esa mano porque te jode deber favores, te jode saber que sin los demás tu talento no alcanza su plenitud”. Haber forjado una amistad con el monstruo figura en el currículum rockero de Julià (“siempre se me dio bien el trato con personas no muy equilibradas, imprevisibles en sus cambios de humor”), pero eso no le impide poner por escrito lo que menos le gustaba de su amigo.
Es curioso que tanto Vilas como Julià incluyen a sus ancianos padres en sus obras y que ambos hayan confesado el poder sanador que tuvo y tiene para ellos Junior Dad, un tema del último y denostado disco (Lulu, 2011) que grabó Reed con la colaboración de Metallica. 20 minutos de melodía fúnebre que gana a cada escucha.
Vilas y Julià, Julià y Vilas, conocen como pocos todos los infinitos recovecos de la vida y obra del genio; le adoran hasta lo enfermizo sin esconder su lado oscuro. Deconstruyen el mito y ajustan cuentas con él cada uno a su manera: Vilas con humor y grandes y atinadas dosis de imaginación; Julià con el rigor del historiador sobrado de lucidez y conocimientos. Por cierto, no lo dejan por escrito pero no cuesta imaginarlo: de haber estado en sus manos el Nobel de Literatura se lo habrían dado antes a Reed que a Dylan.
Lou Reed era español [2]
Manuel Vilas
Editorial Malpaso
206 páginas
17,50 euros
Lou Reed. Catálogo irracional [4]
Ignacio Julià
Editorial Alternia
264 páginas
20,80 euros