En este subgénero en cuestión –el de vamos a seleccionar canciones y a escribir sobre ellas– el último en llegar ha sido el líder de Wilco. Con Un mundo en cada canción [1], Jeff Tweedy da cuenta de las grabaciones que le cambiaron la vida pero eligiendo solo aquellas que le permiten hablar de cosas tan íntimas como la relación con sus padres, su boda, su relación con las religiones o su proceso de desintoxicación; también para adorar públicamente a sus ídolos claro, de Bob Dylan a Dolly Parton pasando por su amiga Mavis Staples. Hay poca pose en sus páginas. Admite su falta de originalidad: él fue uno más entre un millón en elegir Smoke on the Water de Deep Purple para aprender el primer riff con su primera guitarra. Se quita la careta para mostrar arrepentimiento por su rechazo visceral durante años al Dancing Queen de Abba: “Uno no se topa todos los días con melodías tan puras y evocadoras como ésta”. Y aunque celebra el Bizcochito de Rosalía, confiesa a sus 56 años escuchar éxitos actuales y percibir a veces que no sabe lo que realmente pasa en esas canciones. Lo que sí sabe, dice, es que el problema es de él, no de la calidad del tema en cuestión. Así que no te dará la razón si un día puedes soltarle eso de que ya no se hace música como la de antes.
Un clásico
La obsesión por las listas personales de canciones tiene un antes y un después en ese clásico de los noventa que es la novela Alta fidelidad (1995) de Nick Hornby, autor con un don para escribir de música (bueno, y de fútbol). Diez años después de aquel hito, publicó 31 canciones y dejó un molde bien sólido para el libro de temazos que despiertan recuerdos. En esa playlist literaria resulta inevitable no acordarnos del maniático Rob Fleming –otra vez Alta fidelidad– cuando nos habla del Caravan de Van Morrison como la canción idónea para sonar en su funeral (y acto seguido empieza a dudar) o cuando nos recuerda una vez más que no hay vinilo mejor en el mundo mundial que el Let’s get it on de Marvin Gaye.
¿Se aprende de música leyendo a Hornby? Posiblemente. Ahora bien, si el objetivo es básicamente ese, tenemos La historia del rock and roll en 10 canciones de Greil Marcus o Anatomía de la canción de Marc Myers, que seleccionó 45 temas que en su opinión transformaron el rock, el rhythm and blues y el pop.
Puestos a elegir, uno prefiere que en las listas de canciones glosadas el humor brille por su presencia y no lo contrario. Ahí el maestro es Kiko Amat. Lo hace con tanta gracia que se le disculpa que el mandoble sea para canciones o artistas que uno tiene en un altar. En Mil violines, el novelista catalán escribe que «las canciones son la mejor manera de efectuar lo que solo puede definirse como un viaje místico a nuestro pasado» y recorre su adolescencia musical a través de una selección de canciones que encabezan cada capítulo. No cuesta nada imaginarle disfrutando mientras teclea cosas así: «Dylan trajo la seriedad al pop. Solo eso es ya razón para tenerle un poco de manía». Acto seguido reciben lo suyo, en la misma línea, Bruce Springteen, Tom Waits y Lou Reed.
El humor escrito –bueno, y cantado– es marca de fábrica de Julián Hernández. Uno persigue cuanto escribe el cantante de Siniestro Total desde que leyera –¡el siglo pasado!– aquel divertidísimo ¿Hay vida inteligente en el rock and roll?
En su último libro, Folla con él, Hernández repasa a su manera casi una treintena de canciones –de Los Ramones a Petula Clark, de James Brown a Sylvie Vartan–, todas con un denominador común: fueron versionadas en disco o en directo por Siniestro Total.
Bajo el lema “la música ni se crea ni se destruye, simplemente se versionea”, la banda gallega, que tiene tantos clásicos propios, no ha dejado nunca de apropiarse de grandes melodías para llevarlas a su terreno. Seguro que somos muchos los que al escuchar «where the sky is always blue» del Sweet Home Alabama de Lynyrd Skynyrd nos acordamos, incluso preferimos, el “donde el cielo es siempre gris” de Miña Terra Galega. Lo mejor del libro es el modo en que Hernández descubrió estas canciones, muchas de ellas siendo un crío, algunas compuestas por sus adorados Frank Zappa o Ray Davies.
Al humor en este tipo de textos sumó Máximo Pradera la originalidad cuando, hace un par de años, publicó Están tocando nuestra canción. El libro es un recorrido erudito por las canciones (y otras piezas musicales) que sabemos fueron predilectas de personalidades tan conocidas como dispares, con espacio para dictadores (Sadam Husein, Stalin, Franco, Hitler…), actrices (Deborah Kerr, Sophia Loren, Lauren Bacall, Audrey Hepburn…), escritores (Almudena Grandes, Isabel Allende) o músicos (Cat Stevens, Bruce Springteen…).
De originalidad también va sobrado Penalti Pop del periodista deportivo Álvaro Velasco, al quien, aparte del fútbol, le apasiona la música. Los dos amores confluyen en esta selección de canciones que abarcan temas oficiales de los mundiales (confirmado: incluye el Waka Waka de Shakira) o los dedicados a equipos (tan actual que entra el que ha firmado hace unos meses C. Tangana por el centenario del Celta de Vigo). No pasa por alto el trabajo de algunas bandas indie ni esos himnos que en principio no nacieron para ser coreados en partidos de liga, ni, claro está, canciones que retratan la grandeza de jugadores concretos.
En este punto, el autor nos recuerda que Diego Armando Maradona ha sido inspiración para músicos como Andrés Calamaro o Charly García o bandas como Mano Negra o Los Ratones Paranoicos. Si tiene que quedarse con una, Velasco se decanta por La vida tómbola de Manu Chao por delante de la preferida del propio Maradona, que era La mano de dios de Rodrigo. Esta última es precisamente una de las 20 canciones, la mayoría de ellas auténticos clásicos, cuya trastienda investigó Jorge Decarlini porque cumplían el doble requisito de ser favoritas y tener una historia que contar. Una oportunidad para entender por qué suele malinterpretarse el sentido de Born in the U.S.A. de Springteen, el significado especial que cobró Al alba de Luis Eduardo Aute, el misterio de María la Portuguesa de Carlos Cano o las claves personales que esconde cada verso de Dieguitos y Mafaldas de Joaquín Sabina. En los secretos que hay detrás de muchas grandes canciones es experto consumado Luis Carrillo. Da fe de ellos su libro Radiolaria con textos, como él mismo dice, para desenterrar memorias y recuperar nostalgias a través de 240 canciones.
A veces la lista, como en el caso de Tweedy, la firma alguien con acreditado talento para entregar canciones enormes. Jaime Urrutia, el compositor y cantante de Gabinete Caligari, publicó hace justo diez años Canciones para enmarcar, y entre ellas figuraban, como no podía ser de otro modo, grandes clásicos del rock y el country pero también temas de colegas de generación (Loquillo, Radio Futura, Parálisis Permanente, Los Rodríguez), grabaciones italianas (Celentano) y francesas (Gainsbourg), copla y canción ligera.
Nos gusta elegir canciones entre miles y miles de opciones. Cada una de su padre y de su madre pero bien juntas. Se hacía en tiempos de casetes y se hace en tiempos de Spotify. ¿Por qué? Por el efecto indudable que tienen en nuestro ánimo. Fernando Navarro se refiere a ellas como “lucecitas que acaban por iluminar las distintas estancias de nuestra existencia. Son como un truco, algo que sucede fuera de nuestro alcance e incluso razonamiento. Boom. En plena oscuridad, se enciende una bombilla”. Estas líneas de Navarro son del prólogo al libro Canciones de buen rollo de Isabel Jiménez Moya y Carolina Prada Seijas. Pues eso: canciones que ayudan a vivir. Aunque están distribuidas para poner banda sonora a diferentes situaciones vitales, lo suyo es abrirlo al azar, escuchar el tema elegido y leer. O al revés.
Hablando de vivir, en este libro hay muchas canciones en las que uno efectivamente se quedaría a vivir tan ricamente. Suele pasar con determinadas composiciones. Uno se las imagina como canciones con vistas al mar. O a la montaña. Pasa eso porque si la pillas por casualidad en un taxi o en la radio de una tienda, mientras las oyes, pagarías para que no se acabaran nunca. La sensación es impagable.
Lo clava Jeff Tweedy cuando habla de (Sittin’ on) The Dock of the Bay de Otis Redding: «Música que se entiende en sí misma completamente. No muestra ninguna necesidad o deseo de impresionar más allá de sus propias conclusiones expresadas de manera impecable al decirte claramente: aquí llegan las olas. Escucha. Este es el lugar donde pasaremos los próximos dos minutos y cuarenta y siete segundos. ¿Puedes dejar de darle al tarro aunque sea un momento? Es como escuchar una canción que se escribe sola. Da la impresión de que la música hace aparecer como por arte de magia las palabras que se cantan. Para mí, este es el tipo de canción más mágico que existe. Incluso cuando se escucha a través del altavoz barato de la radio de un coche, esta canción tiene la capacidad de envolver al oyente en su propio mundo. Crea una realidad y hace que te acompañe suavemente». Amén.