En 1552, los escritos de Sebastiano Serlio habían puesto en un segundo término a los de Diego de Sagredo, que apenas eran ya consultados. Sus láminas y su calidad pronto lo convirtieron en una obra de referencia para todos los maestros de obras. Así, en la segunda mitad del siglo XVI era ya la obra más influyente junto al texto de otro de los grandes, Giacomo Barozzi da Vignola, del que ahora no nos podemos ocupar pero del que tenemos muchas noticias.
Miscelánea de saberes
A estos dos libros absolutamente imprescindibles se unía un tercero muy elogiado por el sabio tratadista Fray Lorenzo de San Nicolás: el Varia Commensuración para la Esculptura y Architectura (Sevilla, 1585) de Juan de Arfe y Villafañe, que suponía una especie de miscelánea de saberes y que serviría incluso, ya en el XVIII, como libro de texto para las clases que don Ventura Rodríguez daba en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Alabado también por Francisco Pacheco y, como no, por Antonio Palomino (que fue el primer biógrafo de Arfre), el Varia tuvo una especial consideración y lugar en la memoria arquitectónica precisamente por mantenerse al nivel de los tratadistas italianos, a quienes nunca pierde de vista.
El gran valor que posee dentro de nuestra cultura viene dado precisamente por el carácter absolutamente intelectual que tiene como testimonio de una época breve pero esplendorosa en lo que a arte, especulación y pensamiento se refiere. Fue una auténtica enciclopedia crítica en la que se hablaba de proporciones humanas, de proporciones animales, de la medida del tiempo y, como era obligado, de los órdenes arquitectónicos… siempre con el fin último de exaltar el arte como la mayor creación del ser humano, como su más preciado tesoro y casi como su única meta.
Como científico, creía que el universo podía conocerse gracias al arte; a ese componente aristotélico de concebir el mundo como algo abarcable, mensurable, unía el componente platónico de lo espiritual. Por eso siempre la materia estaba supeditada, como en Miguel Ángel, a una vida superior en el Absoluto. Y es que Juan de Arfe coincidía, además, con Juan Caramuel (y esto es importante) en valorar El Escorial como la gran obra del mundo, opinión que, viniendo de un hombre conocedor de toda la arqueología romana española, era absolutamente significativa.
Revisión de la antigüedad
Sus reflexiones acaecieron en un momento de auge cultural, en un último tercio del siglo XVI, donde la revisión de la antigüedad como dogma filtrado por las palabras de los libros vitruvianos se había situado por debajo de una nueva actitud crítica definitivamente consumada con la empresa escurialense que, como vemos, hubo de definir desde la pureza y la claridad una renovada línea de pensamiento. Por ello, interesa el escrito de Arfe como un eslabón más en un amplio e inabarcable concepto arquitectónico que llegará hasta el siglo XVII: la visión y misión de recuperar el Templo de Salomón.
Existe en el mundo de los escritos sobre arte un capítulo muy interesante referido al mítico templo salomónico, la octava maravilla arquitectónica de todos los tiempos, casa de Dios en la tierra. La llamada «literatura salomónica» nació y se desarrolló fundamentalmente en los tratados de arquitectura, ya que fueron los teóricos y constructores los más interesados en la cuestión especulativa en torno a aquella legendaria construcción. Desaparecida y mencionada en las fuentes cristianas, estuvo destinada a renacer algún día como lugar de encuentro entre la suprema sabiduría del Creador y la ignorancia de los hombres.
Si la figura del arquitecto siempre estuvo vinculada con un orden superior de conocimiento (bien por dar forma a las palabras o bien por ser capaz de reconstruir el mundo) de carácter alquímico y hermético, la contemplación definitiva de tan magna obra de Dios suponía casi una enfermiza obsesión, ya que aquel templo era un huevo cósmico donde todo terminaba y todo comenzaba, una especie de manifiesto de sabiduría o buen camino. Como bien sabemos, el templo de El Escorial fue reverenciado por Caramuel y Arfe precisamente por eso, por el significado que tenía su construcción y por situarse literalmente como tapón de una de las bocas del Infierno. Ese sentido de sacralizar el emplazamiento tenía un sentido absolutamente simbólico a varios niveles: por un lado el edificio era visto en sí como remedo del divino templo salomónico; por otro, se presentaba como la reconciliación entre los misterios paganos y las doctrinas cristianas.
Punto y aparte
Si el edificio madrileño supuso un punto y a parte en la historia de la arquitectura española por esa supuesta calma arquitectónica, por otra parte fue visto como el inicio de una nueva arquitectura basada no precisamente en la serena grandeza, sino fundamentada en la contradicción y la tensión de líneas estructurales y, sobre todo, conceptuales. Como veremos más adelante, esa «catarsis» sintomática de los grandes proyectistas del XVII (caso de Borromini), tuvo su reflejo en España en la célebre Arquitectura Civil Recta y Oblicua de Caramuel, que plasmaba el proyecto arquitectónico como un combate entre ángeles y demonios, casi hasta el punto de afirmar que lo curvo es recto y que lo recto es curvo.
Vinculado al círculo de Herrera estuvo su discípulo Juan Bautista Villalpando, quien junto con Jerónimo Prado publicara entre 1596 y 1604 tres volúmenes sobre el Templo de Salomón en relación con la visión de Ezequiel. Aquella empresa no exenta de dificultades y discrepancias llegó a concluir lo siguiente: el templo, y sobre todo la descripción que da de él Ezequiel, contenía todos los ingredientes que toda perfecta arquitectura debía aglutinar y que, curiosamente, coincidían con los preceptos dados por Vitruvio.
Conceptos esotéricos
Para Villalpando, las iglesias debían construirse siguiendo la estructura escurialense y manifestando, además de la firmitas vitruviana, otra serie de conceptos de carácter esotérico como la distribución de las partes en base a los números 12 y 7 (por las 12 tribus de Israel y los 12 signos zodiacales y por los 7 planetas conocidos). Entendía también el templo de Dios como «una sombra (umbra) que se adelanta y anuncia el cuerpo de esa sombra (illius umbrae corpus), esto es, a Cristo». Así, sus planteamientos se nos presentan como contradictorios y paradójicos, separándose de sus enunciados atados, a priori, a lo estrictamente reglado y sistemático. Todo esto le llevó también a postular el orden salomónico casi como propiedad e identidad española.
La proyección de las reconstrucciones especulativas de los jesuitas Prado y Villalpando alcanzó los confines de Europa. En Alemania llegó a interesarse por ellos el gran Fischer Von Erlach, y en Inglaterra llegó a los oídos del mismísimo Isaac Newton. Aquí, una vez que el edificio de El Escorial fue asignado a la Orden Jerónima, se creó toda una corriente filosófica en torno a dicha cuestión que arrancó con Fray Juan de San Jerónimo y continuó con Fray José de Sigüenza y Fray Francisco de los Santos.
Si Villalpando definió el orden de Salomón en base a unos capiteles de forma más o menos vegetal, fue a principios del XVII cuando un pintor, Fray Juan Ricci, sacó a la palestra el tema de las columnas helicoidales que, no olvidemos, eran ya un emblema de San Pedro de Roma. Su Tratado de la pintura sabia se ocupaba también de la arquitectura, y estaba influenciado no sólo por Serlio y Vignola, sino por Wendel Dietterlin. En definitiva, aquella polémica cuestión excedió los límites de la pura teoría arquitectónica.