Dejarse capturar por la poética del entorno para establecer una serie de modelos permutables (en tamaño y, ligeramente, en forma), tal sería el propósito inicial de los bocetos que realizara Friedrich.
Constituían todos ellos un completo corpus formado por rocas, montes, arbustos, árboles, iglesias o anónimos personajes, y allí donde la premura no permitiera dedicar el necesario tiempo al apunte visual, los bocetos se veían ampliados con anotaciones con el fin de añadir detalles o impresiones subjetivas concretas, nacidas al amparo de la inspiración.
Sorprende, sin embargo, la variedad de estilos que presentan: acuarela, lápiz, plumilla o técnica mixta. Esa variedad, pero sobre todo, lo acabado de ciertos dibujos puede alejarse un poco de lo que comúnmente podría asociarse al ejercicio de tomar apuntes del natural. Friedrich reunía una auténtica colección enciclopédica de motivos, a modo de módulos. La plasmación a posteriori de dichos esbozos le permitió contar con toda suerte de detalles, necesarios a la hora de pintar al óleo y no perder un ápice de la frescura que buscaba en sus acabados.
La naturaleza y la devoción
No suele ser muy común observar la figura humana en la obra de Friedrich. De hecho, la figura humana suele hallarse supeditada al entorno. Dicha premisa es una insistencia que aumentará según su arte madure con el tiempo, salvo en ciertas excepciones, y aún en éstas los personajes se nos muestran en actitud contemplativa, generalmente de espaldas. Es bien conocido que éste hecho se debe al concepto de lo sublime en el arte: aquello que nos desborda y por tanto nos provoca emociones extremas.
Esas figuras servirían para introducir al espectador en un paisaje y le animarían a sumarse a ellas en la mutua contemplación, a dejar que el espíritu se invada con la grandeza y la solemnidad de aquello que no puede estar a nuestro alcance y que, sin embargo, todo lo abarca. Lo sublime, más allá de lo estético, interesaba a Friedrich como el ejemplo más notorio de lo grandioso de la naturaleza como creación de Dios. Las ideas religiosas se unían así a las de una nueva concepción del mundo, el Romanticismo.
La sensibilidad romántica buscaba una cierta mística alejada de los grandes acontecimientos, es decir, una devoción interior basada en la comunión con la creación divina. El papel de la naturaleza no era otro que el de permitir alcanzar un estadio primitivo del cristianismo, alejado de la pomposidad barroca del catolicismo o de las frías ideas ilustradas. El Neoclasicismo como modelo de arte verdadero, basado en la cultura de los antiguos griegos o romanos, era cuestionado, pues el gótico y lo medieval se presentaban como los restos de una Europa con creencias propias.
Revival de la Edad Media
Éste auténtico revival de la Edad Media poseía una cierta tosquedad que lo hacía aparecer auténtico a la par que sencillo. Sin embargo, es en el redescubrimiento de Shakespeare, en la defensa de la fantasía como motor creativo, en la idea del genio como profeta de una nueva estética, donde habría que situar el origen del espíritu romántico, tanto más cuanto que éste no fue homogéneo, un movimiento ciertamente desigual pero prolongado en el tiempo.
Era la idea de un arte primitivo. Quien mejor supo concretar (que no inventar, pues tuvo notables precedentes) una explicación apasionada sobre el asunto fue el inglés John Ruskin (1819-1900) cuando afirmaba: “El verdadero fin del gran arte es lo infinito y lo maravilloso, que el hombre puede constatar sin comprender y amar sin saberlo definir”.
Con ello se pretendía liberar al arte de todo tipo de normativas dogmáticas que eliminaran la sensación de lo vivo. El romanticismo miraba a las pasiones y a los extremos, de ahí que los significados se transmitieran por medio de lo poético y lo simbólico.
El sentimiento y la identidad
La música de Beethoven, Chopin o Schumman suele emplearse como ejemplo de la expresión del Yo en las artes, de un mundo interior, como la poesía de Novalis, Tieck o Poe. Ese mundo interior puede hablarnos de las pasiones humanas o bien de las ideas, del pensamiento.
Ya hemos visto como al querer derribar el pensamiento único que representaba el neoclasicismo se rescató el gusto por lo medieval, sin embargo, ¿qué medioevo sería el más adecuado para transmitir las nuevas ideas? Friedrich, siguiendo una línea de pensamiento análoga a la que siguió Goethe en su etapa romantica, defendía el medioevo alemán. Una cultura que no fuese invadida por modelos griegos o italianos, una cultura con sus valores propios. De manera que él mismo llegaría a afirmar: “A los señores jueces del arte no les basta nuestro sol alemán, nuestra luna, estrellas, roquedales, nuestros árboles y hierbas, nuestros campos, lagos, ríos. Todo debe ser italiano, para poder reclamar grandiosidad y belleza”.
Asimismo Friedrich jamás hizo el viaje a Italia, destino habitual para el aprendizaje de todo artista. Esta defensa de lo autóctono tenía que ver también, sin duda, con el hecho de que Europa se hallase bajo la amenaza napoleónica, pero también con el surgir de la identidad del pueblo alemán, sea ante la ocupación, sea por defender una línea de pensamiento liberal. Esta línea de pensamiento la vertió el artista en su correspondencia a familiares y conocidos, y no sorprende que para expresar esas y otras ideas no dudara en escoger, como símbolos, sencillos elementos característicos de su propia tierra.
Madrid. Caspar David Friedrich: arte de dibujar. Fundación Juan March [1].
Hasta el 10 de enero de 2010.