Es la una del mediodía. Junto al Auditorio Nacional se ubica el para muchos desconocido Museo de la Ciudad de Madrid. Su estructura exterior no llama la atención. Es un edificio de ladrillo y hormigón, frío y gris. Su acceso, discreto, solitario y poco acogedor, formado por unas puertas de vidrio tintadas, no parece el de un museo. Sólo mirando hacia arriba advertimos un cartel que cuelga de la fachada donde aparece una fotografía de un hombre de edad madura forjando metales. Dentro, la cosa cambia. Y cambia no sólo por vernos dentro de un espacio circular y diáfano, sino por toparnos con la presencia, siempre inquietante, de tres grandes obras de metal que dan la bienvenida a todo aquel que por consejo, azar o perspicacia, haya decidido descubrir la obra de Kieff Antonio Grediaga.

Enérgica recepción

Allí nos recibe el escultor, que surge de algún lugar con la energía de quien decide revelar un secreto tras haberlo guardado durante mucho tiempo. Pero esa vitalidad a flor de piel, como de infancia rememorada, es sin duda la de un hombre que más allá de sus canas, su camisa clara, sus pantalones azul marino y sus zapatos, se dispone a guiarnos en un recorrido por su vida. Vida jalonada en etapas, viajes que se concretan en puntos geográficos tan dispares como Buenos Aires, La Habana, Viena, Pietrasanta o Québec. Escalones de un viaje que, por fin, termina en Madrid, justo dónde comenzó allá por 1936, en los albores de una guerra civil que determinaría el destino y condición de una familia de ebanistas. Retorno, en fin, de un hijo pródigo a la patria que nunca dejó de llevar consigo y que así lo hizo ver en sus obras. Reminiscencias y melancolías difuminadas en los silencios musicales de la ingente vida de Kieff, de quien sólo pueden construirse los elogios propios de aquel que pacta con el tiempo. Kieff sabe que el tiempo se apresura a borrar su vida, pero no su obra. Por eso repite una y otra vez: “yo soy feliz en mi taller”.

Kieff fue llamado así por su padre, el también escultor Antonio Grediaga Doncel, en honor, según cuentan sus biógrafos, a los tanques fabricados en Kiev (Ucrania) que sirvieron en la Guerra Civil Española para defenderse de la sublevación franquista. Resistencia de la que formó parte el padre de Kieff y que le llevó finalmente a los muros de la prisión de Alcalá-Meco como enemigo político. Una estancia que, pese a las restricciones de los opresores, le permitió continuar con sus trabajos escultóricos formando un taller de trabajo en la propia cárcel, a la que, en régimen de visita, acudía un joven Kieff y de donde saldrían, en un futuro, importantes encargos. Comienzo irresistible de una biografía donde el metal es parte consustancial a la mirada, donde el retín es aún una clave de sol, un escenario desolador del que escapar.

Universo de las formas

Es curioso, sin embargo, como el primer contacto con el universo de las formas llega a Kieff a través del trabajo de carpintero, afilando gubias, deslizando lijas, restaurando junto a su padre viejos muebles y molduras de antiguos retablos barrocos. El olor de la madera viste la disciplina de un aún futuro miembro del clan de Vulcano que, incansablemente, como él mismo nos cuenta, lucha por adquirir la disciplina propia del oficio. “Techne”, como dirían los griegos, sin la cual la prometeica labor de Kieff de forjar una vida habría sido otra cosa muy distinta.

Ha pasado el tiempo. Una hora dentro de la exposición basta para pensar en nombres como Miguel Ángel, Bernini, Rodin, Oteiza, Gargallo, Julio González, Chillida o Martín Chirino, es decir, influencias indirectas del artista. Porque, como él mismo repite, sus directas miradas se dirigen a otros tres artistas: Jean Arp, Brancusi y Richard Serra. Con los dos primeros dice que “dialoga” desde que descubrió sus obras en Viena allá por 1967; con Richard Serra siente una deuda especial, desde que descubrió su obra en el Museo Guggenheim de Bilbao… fascinado quedó, según sus propias palabras, “por el óxido más que por la propia obra en sí”. Así se entiende el cuidado que pone Kieff en el tratamiento de las superficies, limpiando incluso en la exposición, con el puño de su camisa, las motas de polvo imperceptibles que pueden quedar en algunas de las obras. Siempre hay algo que no vemos. El propio Kieff, comisario de su propia obra, testimonio vivo, se apasiona en unas explicaciones formalmente claras, siempre asociadas al contenido de sus obras pero, a la vez, fragmentarias e incompletas, como todos esos trozos de mundo, maderas, bronces y hierros que configuran su peculiar en infinito universo de sugestiones.

Aspectos disonantes

A todo ello se unen dibujos preparatorios, maquetas y pinturas de considerables dimensiones que profundizan en nociones que interesan al artista, relaciones espacio-temporales afines también a otras disciplinas como la arquitectura o la música, actividades ambas exploradas implícita y explícitamente por Kieff, quien además de diseñar maquetas para proyectos arquitectónicos y familiarizarse con el mundo de la ingeniería aerodinámica, tuvo una estrechísima vinculación con el mundo del teatro y la música.

Además de actor, diseñó escenografías para Bodas de Sangre de Federico García Lorca y, más tarde, en 1978, tuvo el privilegio de elaborar la escenografía de la ópera de Mozart La Flauta Mágica para el Covent Garden de Londres. Encargo que recibió con gusto y que, sin duda, no se hace extraño en un hombre que, además de escultor y pintor, dedicaba largos ratos a formarse como luthier.

Y es que, precisamente, el oficio ancestral del constructor de violines se asocia poética y retóricamente al trabajo de Kieff, ya que sus esculturas responden, en casi todos los casos, a una maravillosa forma con un maravilloso contenido que se nos escapa. Sucede, en cierto sentido, lo que ocurre cuando tenemos un violín en nuestras manos: sentimos su tacto, vemos sus formas, pero al tocarlo se produce la música, o sea, algo indefinido. Así, muchas de sus obras presentan aspectos disonantes, atonalidades propias de un Schoenberg.

Diálogo con el aire

Kieff dice, sin embargo, preocuparse por el equilibrio de sus esculturas, por el diálogo que mantienen con el aire circundante, pautado siempre por un profundo amor a la música, como demuestran sus tributos a Manuel de Falla en la serie de  Siete canciones populares españolas (2003). Música que siempre está correspondida con un ritmo interior, construido no tanto sobre un concepto wagneriano, grandilocuente u operístico, sino sobre un “Miserere” ligero, de llamada a las propias cavernas de la autoconciencia. Concepto algo difícil de entender y explicar, pero que queda bien formalizado en la obra Reflexión de 1968. O también en las series de grabados Tierras (1998), que rescatan a Lorca como un “Object trouvé” en unas composiciones a medio camino entre el Existencialismo y el Informalismo.

El reloj marca las dos y media. La primera conclusión a la que puede llegarse es que el Museo de la Ciudad, desde ese extraño silencio, como de abandono, se ve desbordado por la obra de un artista capital en la historia del arte contemporáneo. Kieff, que ahora come a nuestro lado, sigue hablando apasionadamente, preguntando una y otra vez al camarero que nos atiende el contenido de la salsa que recubre su salmón. No se fía quizá de aquello que sus gruesas manos de escultor no han supervisado, duda probablemente del fluido informe que como sábana esconde las formas. Nada puede borrar nada, y menos, como él dice, “nada puede borrar mis recuerdos”. Todas las contradicciones en su discurso son necesarias y terminan por arroparse en sus propias conclusiones que son, en definitiva, espejo de sí mismo: “Da igual todo. Merece la pena tanto trabajo. He vuelto a mi patria”.