Matices y reflejos
De entre los artistas que participaron en las exposiciones impresionistas, fueron muchos los que utilizaron el agua como eje de sus composiciones, Monet, Sisley, Renoir… Si hacemos una lista con todos los nombres, hay uno que ha sido muchas veces olvidado, y casi diría que borrado: Gustave Caillebotte.
Nacido en 1848 en una familia de la alta burguesía de París, Caillebotte fue considerado durante muchos años un impresionista de poca categoría, prevaleciendo siempre su faceta de coleccionista. Pero sus vistas del París de “la vida moderna”, como diría Baudelaire, revelan la importante contribución de Caillebotte al arte de su tiempo.
Sus cuadros demuestran, a su vez, su habilidad para transmitir al lienzo todos los matices y reflejos del agua, ya sea como un ingrediente esencial de la atmósfera o como excusa para pintar escenas deportivas. Y es que no podemos olvidar que Caillebotte se acerca a este motivo con el ojo y las manos de aquel que se ha pasado la vida en el mar, como buen remero y regatista que era.
Continua experimentación
Durante algún tiempo le costó apresar en sus lienzos la espontaneidad del momento, dando más bien la impresión del descuido que conlleva la prisa. Pero es en esta fingida torpeza donde reside la fuerza de su obra, la fuerza y la osadía, ya que en algunos momentos parece que Caillebotte pintara sin pintar, casi para pasar el rato, sin necesidad de terminar, o de dar por acabada una obra, permitiéndose tales concesiones por su estatus de amateur, de aquel que no necesita vender su obra por tener siempre un plato sobre la mesa.
El artista, que era lo suficientemente rico como para vivir del cuento, intenta que nos lo creamos, acentuando y perpetuando su condición de aficionado, dotando a su obra de un algo imprevisible e imperfecto que le hace seguir siempre su propio camino. Pero detrás de esta fingida falta de conocimientos hay horas de trabajo y esfuerzo, y alguna que otra clase en la Escuela de Bellas Artes, en la que estudió con académicos como Jean-Léon Gérôme.
La historia de Caillebotte ha sido olvidada durante mucho tiempo por los historiadores del arte y por aquellos que tienden a seguir el camino recto, ya que ésta no ha encajado nunca en el molde de artista, y mucho menos en el que se fabrica para los impresionistas.
Mezcla y producto de demasiados elementos, su personalidad y obra no puede adaptarse a ningún modelo, creando el suyo propio, el del artista amateur por excelencia, el imperfecto perfeccionista, que jugando a no crear, acaba consiguiendo lo que se proponía, jugar con nosotros y hacernos creer que no hace nada.
No es de extrañar que el agua haya estado presente en el arte desde el principio de los tiempos, y me atrevería a decir que debería haber estado más presente entonces, cuando este se usaba principalmente como un medio para expresar sensaciones. No debemos olvidar que las primeras representaciones artísticas, realizadas en las cuevas de Europa occidental, eran la manera que tenían los chamanes de sacar a la luz las imágenes que determinadas sustancias alucinógenas habían liberado de las tinieblas, como bien demuestra David Lewis-Williams en su libro La mente en la caverna. Estos viajes no hacían sino acentuar esas sensaciones de las que hablábamos al principio, las luces, los colores y los reflejos del mundo, todos los estímulos que día a día recibimos a través del contacto de nuestro cuerpo y nuestra piel con la naturaleza. Ya desde las primeras representaciones que encontramos del agua, en el arte egipcio, en las pinturas de la tumba de Chnemhotep (ca. 1900 a.C.), vemos esa fascinación del hombre por un elemento que, a pesar de atraer por su belleza y misterio, es, ante todo, portador de vida. Tendrán que pasar siglos para que el agua abandone la rigidez impuesta por la cristianización de los elementos naturales, dejando de ser un elemento subordinado a la consecución de las crónicas de la religión y la política. Con la Escuela de Barbizon y los avances de John Constable, las limitaciones del agua disminuyeron notablemente, hasta que el romanticismo, de la mano de Gericault, Delacroix, y Friederich, logró sacar al agua de la prisión conceptual en la que estaba encerrada desde hacía siglos. Pero en sus obras aun encontramos demasiado contenido, quedando anulada su fuerza y movimiento al subordinarse a conceptos como pintoresco y sublime. Tendrán que pasar aun algunos años para que un grupo de artistas, arrastrados por su fascinación por la realidad, se fijen en el agua por lo que es, agua, llena de reflejos y de matices, un goce estético para la retina, para una nueva mirada basada en sensaciones, la de los impresionistas. |