En los años setenta, el rey de un lejanísimo país de Asia, Bután, decidió que las magnitudes económicas con las que normalmente solemos medir la prosperidad de las sociedades, resumidas todas ellas en el Producto Interior Bruto, no servían para medir lo verdaderamente importante: el bienestar de los ciudadanos. Por eso decidió que a partir de ese momento en Bután se emplearía otro cálculo: la Felicidad Interior Bruta.
Reflexionaba el soberano que para aumentar el Producto Interior Bruto hay que tomar medidas que a veces nos hacen desdichados mientras que para aumentar la Felicidad Interior Bruta, en cambio, sólo pueden tomarse medidas que garanticen nuestra dicha y la cohesión social.
No es tan loca su idea. Ya Robert Kennedy hablaba en los años sesenta de la falacidad del PIB como vara de medir las políticas y hoy el premio príncipe de Asturias Zygmunt Bauman, un señor bastante serio, nos invita también a cuestionarlo.
Me he acordado de esta historia porque creo que los premiados que nos acompañan hoy y esas Bellas Artes que representan son uno de los indicadores más significativos de la Felicidad Interior Bruta de España. Su sensibilidad y su talento, su audacia y su imaginación, tienen el poder de construir reinos que, además de aumentar el Producto Interior Bruto, aspiran, como este Gobierno, a la plenitud de sus ciudadanos.
Quizás estos reinos parezcan necesariamente Reinos al Revés, como los que escribió una de las premiadas, María Elena Walsh, pero seguro que son reinos posibles.
Y es que con frecuencia los reinos mas poéticos y fantasiosos tienen su origen en la realidad más cotidiana. De ella le vino a Roser Capdevilla la iluminación. El nacimiento de sus tres hijas —una felicidad auténticamente bruta— le inspiró para crear Las tres mellizas, con su rebeldía y su nobleza. Tanto a Capdevilla como a la siguiente premiada se les fue la mano al dibujo desde niñas, y el tiempo profesionalizó su pasión haciendo de su trabajo nuestro disfrute. Pura Campos fue de las pocas mujeres que impulsó el renacimiento del tebeo en España. Eran los años setenta y el éxito de ventas de Esther y su mundo avanzaba un nuevo modelo de mujer más abierto, independiente y urbano para unas jóvenes que entonces salían del franquismo.
Comprender ese inexorable paso del tiempo y guiarnos por él a través de los medios de comunicación de masas es esencial para poder vislumbrar la sociedad en la que vivimos y ser capaces de entender qué mecanismos activan la Felicidad Interior Bruta que estamos buscando. En eso, Román Gubern es un gran maestro. Su bibliografía encierra estudios pioneros y brillantes sobre el lenguaje del cómic y sobre la historia del cine.
Un cine que no se entendería hoy sin el trabajo Reyes Abades, quien –de manera intuitiva– fue aprendiendo de la experiencia y de la observación la naturaleza secreta de la lluvia, del viento, del fuego y de la caída leve de un pañuelo. Su destreza e ingenio aplicados a los efectos especiales cinematográficos llevan cuarenta años haciendo real lo que parece imposible. María Elena Walsh, Roser Capdevila, Pura Campos, Román Gubern y Reyes Abades han hilado con hilos muy distintos la emoción. Nadie sabe en qué parte del cuerpo está la emoción. ¿En el corazón, en el cerebro, en los ojos? Pero sí sabemos que esa emoción, esos sueños trabados por el arte, nos hacen mejores y nos conceden la dignidad que deseaba el rey de Bután.
La labor de difusión de las humanidades que realiza desde hace décadas José Manuel Gómez y Rodríguez de Pumarada, en su calidad de presidente del Grupo Anaya, merece más que sobradamente la medalla que hoy le entregamos. La dedicación que bajo su batuta ha consagrado el grupo Anaya a nuestros niños y jóvenes, editando libros cuidados y rigurosos, es parte del progreso cultural de nuestro país. Y su proyección internacional contribuye de un modo muy destacado a la presencia de España en el mundo.
La entrega a los demás a través de las artes es uno de los capitales que más engrosan la cuenta de resultados de la Felicidad Interior Bruta. Y es que hay quienes aseguran que el arte es el mejor canto a la vida, y que quienes sienten pasión por la vida acaban siendo recompensados por ella. Eso lo sabe bien Julio Iglesias, que llegó a la música por accidente, para recomponer su ánimo y aliviar sus sueños rotos. Hoy podemos decir orgullosos que es el artista que más discos ha vendido en el mundo en lengua española y uno de los diez que más lo ha hecho en cualquier lengua. Pero aún más importante que eso es la cuantía de los sentimientos que ha inspirado. Para eso canta.
El Hortelano también se entregó sin freno al arte –a la pintura en su caso– para sobrevivir a una convalecencia. Con el tiempo se ha convertido en uno de los pintores españoles más destacados de su generación. Su obra sacraliza con emoción lo cotidiano y expresa la contemporaneidad con romanticismo, con delicadeza y con desmesura.
También hay desmesura –gozosa desmesura– en la música de Kiko Veneno, otro enamorado de la vida que a estas alturas ya debe saber que no hay hombres invisibles cuando comparten ratitos de gloria. Él lo ha hecho como pocos, dando pasos en la reinvención del flamenco junto con Camarón o los hermanos Amador, y haciendo de sus ritmos y sus letras poesía arrancada de un día cualquiera.
Un día cualquiera. Uno de esos días en los que no pasa nada pero en los que siempre hay música. Qué haríamos sin la música. Qué haríamos sin Radio 3. Una emisora que nació de noche para iluminar el talento y la cultura y que se ha convertido, más que en una referencia, en un refugio, en una cálida cueva en la que resguardarse. Apartada aparentemente del vértigo del mundo y de las modas comerciales, Radio 3 perdura para guiarnos. Y es que si fuéramos capaces de diferenciar la línea que separa el valor del precio, si confundiéramos el talento con el éxito y no se abordase la cultura con riesgo, habrían desaparecido de la historia del arte muchos de sus genios.
Beatriz de Moura interiorizó esta moraleja cuando en 1969, arrastrada por la curiosidad y el coraje, fundó Tusquets Editores con tres metas: “Reivindicar las vanguardias del siglo XX, incidir en el debate cultural del momento y publicar a los nuevos y jóvenes valores españoles e hispanoamericanos”. Eso ha estado haciendo desde entonces. Eso también pesa en la balanza de la felicidad: no basta con el talento, si es un talento sin afectos.
El arte de Eugenia Balcells fue por delante del tiempo, pero llegó al mismo lugar: a la agitación y a la belleza. No puede entenderse su obra sin el salto al vacío que supone toda renovación del lenguaje creativo. Cada una de sus obras es una reivindicación plena de la fantasía, del poder de lo imaginario para arrojar luz sobre el presente, demasiado lleno de juegos de mercado y de estereotipos.
Estereotipos que también ayuda a combatir la fotógrafa Isabel Muñoz, que ha sabido situar su obra en el filo de lo hermoso y de lo abominable, entre los márgenes de la emoción y la denuncia. En sus imágenes nos revela el cielo y el infierno con una técnica artesanal de enorme belleza. Su obra, delicada y brutal, es un minucioso, sincero y cercano estudio del ser humano.
Tan valiente es mirar a los ojos de lo que somos como arrimarse al toro para domesticar con él el miedo. Es lo que hace Luis Francisco Esplá, descubriendo y dominando el argumento de la lidia, ampliando su repertorio y dándole sentido a cada gesto, como si fuera un eslabón –un eslabón de oro– de la historia de su propia saga y de la tauromaquia en su conjunto.
Porque las raíces, el sentimiento de que formamos parte de una tradición, son algo más que una referencia o un punto de equilibrio. Forman parte de nuestra identidad y de nuestro reposo.
La duquesa de Alba supo asentarse sobre sus raíces. Heredó la sensibilidad y la pasión por el arte, comprometiéndose con su excepcional legado y apoyando, conservando y ampliando los bienes culturales que forman parte de su patrimonio familiar.
Rafael Castejón también sabe bien cuál es el paisaje que le pertenece. Ha dedicado toda su vida a la zarzuela, tanto en España como en Hispanoamérica, y aún es considerado una de las voces más destacadas de este género. Ha sabido, además, junto con su mujer, transmitir su conocimiento y su pasión a sus hijos Jesús, Rafa y Nuria Castejón, una generación que está renovando la zarzuela dentro y fuera de nuestro país.
Porque las tradiciones no son inmóviles. Están hechas con manos distintas y voces distintas. Y para ser preservadas deben ser puestas al día. Eso es lo que representa Castañer, cuyos zapateros artesanos aceptaron en 1960 el encargo de Yves Saint Laurent de hacer las primeras alpargatas de cuña, y desde entonces han seguido adivinando la modernidad en un calzado tradicional del siglo XVII para llevarlo desde Banyoles al mundo.
La internacionalización ya es una pieza angular de nuestra cultura, en todas sus manifestaciones. Ningún paso que demos para conseguirla será en falso, y menos si los da Ana Laguna, una bailarina memorable y prestigiosa por su vinculación al Cullberg Ballet y por su trabajo junto a Mats Ek o Barisnikov.
Ese aplauso se repite en todos los confines cuando baila y coreografía Joaquín Cortés, que ha conseguido reescribir la danza española con creatividad e imaginación. Su danza mestiza, que desde las raíces echa flores de muchas variedades, le ha llevado, nos ha llevado a todos, por los grandes teatros del mundo. Tan importante es la aportación que ambos bailarines han hecho como la que hacen a nuestra cultura, a la cultura de España, artistas que nacieron en otras partes, como el italiano Andrea D’Odorico o los argentinos Juan Gatti y Ángel Pavlovsky.
Hace décadas que D’Odorico es una de las personalidades más destacadas del teatro en nuestro país, ya sea como escenógrafo o como productor teatral, impulsando las artes escénicas, recuperando textos clásicos y poniendo forma a las quimeras de otros con calidad, rigor, compromiso y riesgo.
La impronta que ha dejado Juan Gatti en el cartelismo cinematográfico y de la moda de este país, junto a Pedro Almodóvar, Jesús del Pozo, Sybilla, Zara o Loewe, sólo es comparable con el volumen de su trabajo. Para ser un genio fugaz hay que tener talento; para ser un genio prolífico hay, además, que trabajar duro. Moderno y experimental, infatigable ese es Gatti.
Como infatigable es Ángel Pavlovsky cuyo atrevimiento e ironía nos enseñaron a conocer el límite de nuestros prejuicios y de nuestras libertades. Hoy Pavlovsky vive ya en su tiempo, pero hace décadas, cuando empezó con sus espectáculos de transformismo, vivió en una época que aún no había llegado. Y para eso hay que ser muy valiente.
Eso, ser valiente, es lo que lleva toda su vida haciendo Cristina Rota. Saca, como una escultora, de cada uno de sus alumnos lo que está oculto. Ella sólo concibe la interpretación, como profesora y como actriz, “agitando, movilizando, mejorando, elevando con pensamiento, concepto, coraje y pasión para contestar a esa llamada”, a esa gran llamada que es la vocación.
Y eso que, al parecer, el arte no siempre nace por vocación. También se hace uno artista –y artista grande– por accidente o casi por distracción. Eso le ocurrió a Rosa María Sardá, que de niña pasaba el rato haciendo teatro y, casi sin darse cuenta, llegó a profesional.
Roberto Bolaño decía que el humor es una forma pura de inteligencia, lo mas próximo a la felicidad, al amor y a la revolución. Parecería que hizo la definición pensando en Joan Gracia, Paco Mir y Carles Sans, Tricicle. Ellos son unos maestros de la pantomima y la onomatopeya, unos arlequines del absurdo y de la sorpresa. Su surrealismo lleva treinta años cumpliendo su objetivo: hacernos pensar, haciendonos reír.
No estamos en Bután, sino en Jerez. Pero los indicadores de la Felicidad Interior Bruta, si tomamos como medida a los galardonados que nos acompañan hoy son extraordinarios.
Enhorabuena a todos, y muchas gracias.
Discurso pronunciado hoy por la ministra de Cultura en el acto de entrega de las medallas de Oro a las Bellas Artes celebrado en Jerez.