Una trayectoria que le hace dialogar con otras ramas del recio árbol del realismo pintado, que, por ello, no es ya necesariamente tan real, tan palpable, tan (pre)visible. Ramas en flor de la pintura, con nombres escritos sobre su paleta: Vermeer, Rembrandt, Vuillard, Bonnard, Vallotton, Balthus, Hopper, Lucien Freud, Paula Rego, Gutiérrez Solana, Hammershoi, Cavaglieri, Felice Casorati, Neo Rausch… Nombres, hombres y miradas que le emparentan con la tradición de una misma familia plástica, y que también lo alejan de la traición de lo efímero, lo espectacular, las modas y modos IN (que, en el fondo, más bien parecen estar OUT…), los quince minutos de fama mediática…
Temperatura realista
La pintura de López-Rúa participa, pues, de determinadas estrategias vinculadas a una determinada temperatura realista, que hace suyos ciertos preceptos próximos a esa visión de la Neue Sachlichkeit (Nueva Objetividad), surgida en la década de los años veinte del pasado siglo pero que, a la vez, no se conforma con “retornar al orden” sino que crea su propio orden, dentro de un realismo más mágico, si usamos el conocido término de Franz Roh.
De hecho, por el arte de magia de la magia del arte, su pintura se adentra -literalmente- en otras
estancias, más allá de lo real, para capturar y aprehender un tiempo propio, para plasmar sobre el lienzo las pinceladas de una memoria familiar y personal, vivida y soñada. La piel del cuadro se tatúa con una escritura al óleo, como quien escribe con materia, colores y palabras táctiles un diario íntimo que se deja a propósito abierto a -casi- todos los ojos, un cuaderno de bitácora que registra, trazo a trazo, gesto a gesto, luz a luz, el relato de una vida. Una vida que ha podido transcurrir en un pazo gallego del siglo XVII, en un torreón de Edimburgo o en una casona cerca de Copenhage. Vida -siempre- iluminada por la luz plata y humedecida del Norte.
Pinturas en las que -aparentemente- nada especial o extraordinario sucede: interiores construidos con la arquitectura de la luz y de la sombra; habitados por personajes -aparentemente- cotidianos y reconocibles; pasillos y vestíbulos; biombos de flores pintadas y flores pintadas que se adivinan reales tras el tamiz de las ventanas; botas, zapatos y sandalias -aparentemente- reposando una música de pisadas…
Tiempo-espacio apresado
Pero basta con aproximarnos y observar, con recorrer sus superficies con los ojos de los ojos y también con los de la imaginación. Así, una puerta quizás se abre a la escalera o al Aleph; espejos en los que rebota la presencia de una ausencia; una luz inquietante que baña las planchas de madera del suelo y las convierte en chocolate húmedo o en agua sólida; un juego o un fuego de miradas extrañ(ad)as; una figura detenida en el espacio o un espacio detenido en el tiempo; un fantasmal cortejo de sandalias y zapatos que -como una moderna Santa Compaña- nos obliga a imaginar la desnudez de sus dueñas. ¿Tal vez Albertina, tal vez la Prisionera? Y nada ocurre porque, en el fondo, todo es posible en ese tiempo-espacio apresado.
Me gustaría retomar, aunque sea muy brevemente, la imagen de esos zapatos o sandalias que aparecen en obras recientes como son Ninfeas I y II, Ritual o Ninfeas doradas. Su condición de objetos reales, verdaderos, y al mismo tiempo, escenificaciones de una suerte de vanitas, si se quiere mundano, pero también barroco, me interesa y me inquieta.
Zapatos-flores
Recuerdo un texto de Heidegger, El origen de la obra de arte, en el que a partir de unos zapatos pintados por Van Gogh, tan (in)animados como estos, establece toda una teoría hermenéutica sobre el conocimiento y la verdad en el arte. No me atrevería yo a construir otra verdad -u otra mentira que, como toda interpretación, casi sería lo mismo- con respecto a las intenciones de López-Rúa. Pero sí quiero que se detengan ante esta imagen -aparentemente- inerte que nos habla de la soledad, del momento después, de lo efímero, de la posibilidad, de la presencia de una ausencia, del esqueleto de cuero, goma y purpurina de unos pasos pasados y pisados.
Ninfeas las llama nuestro artista, y verdaderamente podemos establecer una analogía visual -y también conceptual- con la famosa serie de Monet. Aquí los zapatos-flores flotan igualmente en un juego especular de reflejos, de húmedas luces, que acaban convirtiendo el suelo en madera licuada.
Y, hablando de objetos, flores o sandalias, esto me lleva a subrayar otro aspecto referencial de su pintura: la presencia ritualizada de los objetos, como protagonistas activos y no como meras comparsas compositivas. De esta manera, en muchas de sus obras el objeto se convierte en sujeto. Como escribió Octavio Paz: “… los objetos son cosas mudas que hablan. Verlas es oírlas. ¿Qué dicen? Dicen adivinanzas, enigmas. De pronto esos enigmas se entreabren y dejan escapar, como la crisálida a la mariposa, revelaciones instantáneas…”. Dejemos, pues, hablar a estas cosas mudos recuerdos. Veámoslos para oírlos. Y oigamos-veamos lo que dicen y cómo lo dicen.
Madrid. Víctor López-Rúa. La intimidad sorprendida. Galería Sen.
Hasta el 24 de abril de 2009.