La casa de subastas Christie´s acaba de adjudicar en París a un comprador anónimo una escultura de este artista, titulada Tête, realizada entre 1910 y 1912 y perteneciente hasta ahora a la Colección Gaston Levy (1893-1977), por 43,18 millones de euros, una cifra que la convierte en la pieza más cara jamás subastada en Francia y el récord mundial para una obra del Modigliani jamás vendida en una subasta. De esta forma, esta escultura de unos 65 centímetros supera al Retrato de Jeanne Hébuterne, realizado en 1919, que había sido vendido en 2007 por 31,3 millones de euros.
El artista maldito
Modigliani murió en plena juventud, con tan sólo 36 años, víctima de una tuberculosis que arrastraba desde niño, y protagonizó uno de los entierros más distinguidos y memorables jamás celebrados en París. Colegas, literatos, marchantes y vecinos acompañaron a Modi –como le llamaban sus amigos– en su último viaje al cementerio parisino de Père-Lachaise mientras que, inevitablemente, comenzaba a fraguarse la dramática leyenda del artista bohemio perseguido por un destino trágico.
El apócope de su apellido lo puso fácil: Modi, maudit, maldito; el suicidio de su compañera sentimental y modelo, Jeanne Hébuterne, dos días después de su entierro, acrecentó el mito. Desde entonces se le recordará como “el artista maldito”.
No fue un artista típico, tampoco de vanguardia, o al menos no lo fue del todo o no lo fue siempre; fue fundamentalmente un retratista, un pintor de personas que vivió en la ciudad más indicada –París– en el momento más oportuno –principios de siglo– retratando, con un estilo absolutamente personal, elegante y refinado, el extraordinario y humilde barrio de la artes que fue Montparnasse.
En su tiempo y en el nuestro
Suele suceder con determinados artistas que, después de su muerte, se les convierte popularmente en algo parecido a héroes románticos al margen de su vida y obra, haciendo de ellos grandes iconos de la pobreza, la mala vida o la soledad, sumando a sus obras un morboso valor añadido. Ocurrió con Van Gogh, acosado durante gran parte de su vida por unos delirios y paranoias que, tras su suicidio, pasaron a ser lo más rentable y característico de su pintura. Fue, también, el caso de Goya, cuyas angustiosas y terroríficas visiones le convirtieron en un artista atormentado y víctima indirecta de la guerra o, en menor medida, de Andy Warhol, a quien no le habría importado morir asesinado si, de esta forma, pasaba a la historia como un mártir e icono de la violencia en el arte.
Modigliani, en su tiempo, fue el artista más respetado de París, según declaró el pintor, novelista y crítico Wyndham Lewis a un periódico londinense; un París, por cierto, en el que se encontraban ni más ni menos que Pablo Picasso, Henri Matisse, Diego Rivera o Constantin Brancusi, entre tantos otros.
Sea exagerada o no la afirmación de Lewis, la verdad es que la obra de Modi no pasó inadvertida en ningún momento y, aunque en sus últimos años de vida aumentó el número de ventas –debido, más bien, a un cambio de actitud con determinados compradores que a la evolución de su arte–, fue después de su muerte cuando le llegó el verdadero éxito, el boom de Modigliani.
Mucho tuvo que ver, seguro, su imagen de bohemio radical, los insolentes y desafiantes escándalos que solía protagonizar en los cafés o su peculiar estilo de vida “ejemplar” en los llamados années folles (años locos) parisinos. “Superando el valor icónico de la gorra y la pipa de Picasso o el flequillo infantil y las gafitas redondas de su buen amigo Foujita, Amedeo aparece caracterizado infaliblemente con un atuendo igual de legendario que sus arrogancias: la chaqueta de terciopelo (con rozaduras y lamparones), los fulares rojos estilo Garibaldi, los sombreros de ala ancha…”, escribe Vicente Molina Foix refiriéndose a la famosa frase que pronunció un, por entonces, ya consagrado Picasso: “El único en París que sabe vestir es Modigliani”.
Caras largas
Durante los catorce frenéticos años que vivió en París, Modigliani fue perfeccionando un estilo pictórico, absolutamente personal y original, que se alejó, en gran medida, de las modas cubistas, expresionistas o futuristas imperantes en la época de inicio de las vanguardias y, claro está, no por ello en contra. Modi se mostró, en todo momento, convencido de que no era necesario afiliarse a un movimiento para tener éxito, siempre creyó que la calidad de sus obras sería suficiente para triunfar. Y, aunque nunca lo supo, tenía razón.
Dejó para la posteridad un gran legado artístico que, lamentablemente, ningún otro pintor ha continuado durante el siglo XX y, por tanto, sin discípulos, no se le puede considerar maestro, pero su estilo es, sin duda, uno de los más personales y reconocibles de todos los tiempos. Contemplar esas figuras estilizadas, esos rostros con nariz y cuello elegantemente alargados que provienen de la más profunda y elitista miseria de Montparnasse remite al espectador a un mundo fascinante: la bohemia parisina de principios de siglo.
Durante cinco años, Modigliani se dedicó exclusivamente a la escultura. El polvo que desprendían los materiales y sus problemas respiratorios derivados de la tuberculosis que arrastraba desde niño hacían de la talla en piedra una actividad muy peligrosa para sus pulmones, por lo que decidió abandonarla definitivamente y dedicarse a la pintura.
Comenzó a esculpir en el taller de uno de sus grandes maestros y amigos, Constantin Brancusi, cuya inconfundible manera de combinar clasicismo y modernidad admiró. Además, estuvo influido, al igual que Picasso y numerosos artistas de la época, por el arte africano que descubrió a su llegada a París.