Todo es más atravesado, más híbrido, más promiscuado. Todo está más encallecido, todo es más procaz bajo una etiqueta impasible y los móviles de todo son más serviles, más tendenciosos, más exclusivamente así que nunca”. Quizá aquel pronóstico de Pombo encajaría mejor hoy con un público dispuesto a salir de otra crisis muy distinta.

El Museo del Prado recoge ya los frutos de su gran bomba de calor, la imparable retrospectiva del pintor valenciano. Sus obras, mejores de lo que por sí mismas pretenden y maestras a ojos de quien pasa por la historia del arte como delante de una tienda de chocolate, ociosamente dicen: ¿por qué gusto tanto? Ni mucho menos ponemos en duda la maestría del pintor, ni hacemos una exacta cirugía del binomio Verano-Sorolla, pero sí nos preguntamos por qué su pintura tiene tanto éxito entre los visitantes de museos…¿cuál es la fórmula del éxito en un pintor temáticamente tan aburguesado pero, a la vez, técnicamente tan magistral?

Pintura de dos lugares

La respuesta se encuentra en los propios cuadros. Sus obras están destinadas a ser odiadas o queridas, pero casi siempre terminan por ocupar un cómodo lugar dentro de la percepción, un lugar no circunscrito a unos precisos recuerdos, ni tan si quiera, por extraño que pueda parecer, a unos precisos personajes o escenarios. Así, la pintura del valenciano es una pintura de dos lugares, de ámbitos donde siempre existe un emplazamiento, un retratado o una acción reconocible, pero donde siempre algo queda extrañamente por terminar. Quizá por eso, la crítica de su tiempo, aún en muchos casos colocándole bajo la etiqueta de maestro de la claridad, situó su peculiar concepción de la luz en una especie de reconciliable pleito con la sombras, pues hasta sus más negras visiones como ¡Triste herencia! (1899) o Trata de blancas (1895) siempre guiñaban un ojo al sol.

Visones todas, eso sí, propias de una clase social narcisista (y capaz de pagar cuadros) que veía los duros trabajos del campo o las interminables jornadas de pesca como una pintoresca amalgama de placeres. Visión, en definitiva, obligada a trascender los temas y, de nuevo, destinada a subrayar el asombroso movimiento del pincel sobre la tela.

España en dos colores

Por todo, no puede obviarse el lugar que ocupó la pintura de Sorolla en un momento tan decisivo como fue el fin de siglo, así como su fortuna crítica dentro de una España de cambios, compleja desde varios puntos de vista. Con el desarrollo del noventayochismo, los estudios estéticos sobre la propia imagen de España calaron en la vida cultural. Ciudades literarias como Madrid, Barcelona, Bilbao o Valencia, discutían sobre la identidad nacional, siempre dividida en dos corrientes genéricamente circunscritas a los cada vez más vagos conceptos de España negra (católica, tradicional, conservadora) y España blanca (pagana, liberal, progresista). Difuminadas aproximaciones a una realidad y un arte bien distintos, pues no se nutrían de una sola cosa, sino más bien, de la presencia esencial de dos elementos en conflicto: negro y blanco.

La fortuna crítica de Sorolla, cuya pintura arrastraba en sus primeros años naturalismo y coqueteos decadentistas, fue igualmente doble. Unamuno despreciaba al pintor valenciano, inclinándose por la paleta negra de su contemporáneo Ignacio Zuloaga. Así mismo, Valle-Inclán, muy ligado al simbolismo, tampoco se decantaba por Sorolla. En un lado opuesto estaba el confeso “sorollista” Aureliano de Beruete, fundador de una dinastía de célebres historiadores del arte y cuyo hijo, Aureliano de Beruete y Moret, sería director del Museo del Prado entre 1918 y 1922.

Sorolla y la crítica

Por su parte, Blasco Ibáñez miraba con buenos ojos la obra del valenciano, de cuya vida hizo elogio y asunto transformando al pintor en protagonista de su novela La maja desnuda (1906): Mariano Renovales, pintor melancólico que cosecha triunfos y, como Sorolla, asiduo visitante del Museo del Prado. También Azorín reconoció a Sorolla como gran pintor “desposado con la luz”, decía. Azorín fue, quizá por su estilo literario velado y sugerente, quien mejor conectó con alguna etapa de Sorolla, sobre todo con esos cuadros de costa valenciana donde “el aire da vida a los grises”, pues fue, según sus propias frases, “aire lo que ha pintado Sorolla y lo que sublima su pintura”.

Dos referentes críticos fueron también las figuras de Ortega y Gasset y Pérez de Ayala, pues sin dejar de ser defensores del negro Zuloaga nunca dinamitaron la figura de Sorolla, llegando a reconocer su valor como figura clave en el arte español.

 

Madrid. Joaquín Sorolla (1863-1923). Museo Nacional del Prado.

Hasta el 6 de septiembre 2009.

Comisarios: José Luis Díez y Javier Barón.

Salas: Edificio Jerónimos A, B, C y D.