Para Octavio Paz, la poesía y el amor brotaban de una fuente común y desembocaban en una misma experiencia: el retorno a la unidad perdida. Si el lenguaje borra el mundo para representarlo por medio de las etiquetas defectuosas de los nombres, si la conciencia de nosotros mismos nos atraviesa y desdobla, la poesía y el amor, en sentido opuesto, salvan las distancias: combaten la dualidad y el fracaso. De un lado, el lenguaje amoroso, al precipitarnos hacia el otro, nos reencuentra con nosotros mismos. De otro, el lenguaje poético, en vez de imponer un espejo raso entre la palabra y la cosa, proyecta la primera en un sinfín de direcciones, hace que la realidad encuentre su auténtico espacio de expresión en la apertura significativa que ofrece el poema.
Los poetas siguen rompiendo el corsé de los significados únicos, la red de axiomas que trata de atrapar el mundo; siguen escribiendo poemas por los que respira la realidad. Así sucede en Plural de sed y El sueño de la vida, dos libros-llave, dos libros-brújula en los que la palabra abre nuevas vías de entrada al mundo y lo hace convocando a uno de sus mejores aliados: el amor.
Podríamos decir que casi todo poema habla –de frente, en contra, en parte– del amor, y que de igual forma casi todo amor se articula en el misterio de lo poético, de lo inexplicable, de lo insustituible. Por eso un poema no puede ser descrito ni explicado, sólo recordado en sus propios términos. Por eso, tal y como dijo Paz, “el poeta no quiere decir: dice”.
Plural de sed, de Francisco Caro
Los versos de Plural de sed tienen la energía concentrada del relámpago, en ellos hay una cortedad que llena de calambres el fluir corporal de la lectura: “Tú, yo / los labios, / su saqueo, / la tentación mordida / de la hoguera, los vértices salobres / y la nuca / todo lo quise / todo lo quiso, / cautivo, codicioso / y usurero tu vientre, socavado.”
Como resaltó el escritor Francisco García Marquina en la presentación del libro que tuvo lugar en la Librería Alberti de Madrid, este fragmentarismo se acentúa con “una sintaxis no de santo matrimonio, sino de amantes salvajes”. Una sintaxis que nos lleva al galope con palabras que se lanzan, se entretejen y se aprietan como cuerpos en el acto de amarse.
Como lectores, nos quedamos ensimismados, con ese “aire de estupor íntimo” con que Ortega describía la recepción del poema. Nos quedamos atrapados en la brecha del tiempo que éste abre, en un espacio donde todo existe como posibilidad, por primera vez nombrado; en un limbo, en palabras de su autor, que está “entre el amor y el deseo, en el territorio donde nada es fijo, donde no hay certezas. Es aquí donde debe moverse el poeta, dejando tras de sí la huella de algún enigma”.
El sueño de la vida, de Manuel Juliá
Tal y como apuntó Luis García Montero en la presentación del libro, el título de Juliá es una especie de inversión del de la célebre obra calderoniana: en la mentalidad barroca, la vida es sueño, es un pasaje transitorio hacia la muerte. Frente a esto, Juliá, como lo hiciera Lorca, reivindica el mundo de los sueños y la imaginación como esa parte única de nuestra vida que nos permite conocernos. García Montero recordó con acierto la anécdota del impacto que en Juan Ramón Jiménez provocaran los altos edificios neoyorquinos y la enormidad de la ciudad, ante la cual dijo: “El ser humano crece hacia arriba y se extiende; ahora le queda crecer por dentro”. Pues bien, concluía el poeta granadino: «El sueño de la vida es una invitación a crecer por dentro».
Al contrario que en el libro de Francisco Caro, los versos de Juliá se ensanchan en el poema en periodos largos, con un dominio del lenguaje que parece abarcar entre pliegues de palabras el mundo entero. Un mundo enunciado como un dardo, a veces en la dura emoción de lo doloroso, como en el poema El vagabundo: “Qué triste morir a solas en una calle mugrienta, / qué triste escondido en los harapos de los últimos años, / aparecer una mañana donde los residuos helados / forman el hueco, después del canto de una noche sin fin / qué triste haber sido vida troceada y ahora / quedarse húmedo en un cajero lleno de mantas salvajes”…
Con el verso largo, sembrado de comas y conjunciones copulativas, Juliá consigue crear ese continuum que va derramando palabras, recuperándolas de la memoria y actualizándolas en el presente de la lectura para abrirnos una vía de entrada al mundo.
«Cede la puerta y sorprendemos…»
de Francisco Caro
Cede
la puerta y sorprendemos
callando su murmullo
a las baldosas
qué pacto hicieron
con ellas los anhelos
en esta habitación en donde el aire
escribe lo escondido
quién aguarda detrás de las cortinas
si no es la tarde,
testigo, música
mínima, voz que entre nosotros
quisiera hacerse llaga,
deriva, escalofrío.
Sobre un suelo
pronto de montes,
de florecidas ropas, descompuestas,
se hace carne
y es morado el aliento del crepúsculo
es omega en nosotros cuanto fuimos
es camino este instante en el que vamos,
ángeles alamedas, vagabundos,
al encuentro del alga de la noche.
Tuyo y mío,
océanos y fiebres, dos
volcanes que erupcionan,
dos que se funden, vertidos,
despeñados,
que deshacen las hebras,
la ficción de las sábanas.
Nadie sabe que estamos
aquí, salvo la vida.
[1]Plural de sed [2]
Francisco Caro
Lastura
80 páginas
8 euros
Después de destrozar el amanecer
de Manuel Juliá
Que no haya nadie cuando vuelva a estar contigo
en el mismo banco del mismo jardín del mismo pueblo,
del mismo cielo, de los mismos árboles,
que no haya nadie, que las casas estén vacías
y los parques sean anhelos de un amor interminable
en el que nos uniremos para siempre,
que vuelva tu alma a acercarse a los alrededores
del mismo silencio que quiere comprenderte
sin que hayas tenido que decir ninguna palabra,
que no haya nadie cuando vea ese cuerpo tan amado
y que solo un color brillante, como la paz del cielo
exista alrededor y las copas de los pinos
se vuelvan centinelas aliados que nos guardan
de los viejos peligros que nos habían separado,
que no haya nadie cuando tus manos otra vez
puedan acariciarme, que un movimiento de álamos
hable donde la muerte ha acampado
como un ejército impío, que vuelva el viento azul
a levantar el recuerdo de la vida, no quiero
lo que queda asfixiándose dentro de mí y no se acaba
en una cárcel que me recibe cada mañana,
que no haya nadie cuando vea tus ojos mirándome,
tu cabello despierto en lo hondo de la muerte,
que vuelva tu alma a los pasillos de la vieja casa
o a los parques de un pueblo
devorado en el instante de nuestra separación,
que abra una puerta y aparezcas y me abraces
y volvamos a ser amigos mirando el océano
sin nadie alrededor, solo tu sonrisa de siempre,
que solo quede la pólvora del dolor pero sin dolor
y aunque solo tenga una noche dentro de mí
con el adiós apretado en el corazón
que tu alma se siente conmigo en un banco,
los dos solos en el viento renacido, recordando
que has muerto para poder amarnos para siempre
en el sueño de la vida.
[3]El sueño de la vida [4]
Manuel Juliá [5]
HIPERION EDICIONES SL
108 páginas
11 euros