Una obra que nos necesita para funcionar
Si La Torre no deja indiferente a nadie es, básicamente, porque nos necesita a nosotros para funcionar. Esta obra no tiene, en efecto, cualidades estéticas por sí misma; no se puede decir que sea “bella” o “fea” per se, como ocurre con un lienzo, una escultura o con la mayoría de las instalaciones. Más bien al contrario, el trampantojo visual que este conjunto de espejos nos propone no tendría sentido si no hubiera alguien mirando a través de ellos.
Así pues, La Torre propone un acercamiento muy próximo a la obra de arte; un acercamiento en el que la obra “engulle” al espectador, pues éste no la “mira” simplemente, como miraría un lienzo, sino que tiene que asomarse o introducirse literalmente dentro de ella para comprenderla.
El hecho de que no sólo se pueda, sino que haga falta meterse dentro de la obra, es decir, poner los pies sobre ella, pisarla, implica una ruptura absoluta con el canon de mirada al que el arte y los museos nos tienen acostumbrados: Si bien en las salas del museo los vigilantes controlan celosamente que ningún dedo se acerque más de lo debido a las obras, aquí no solamente permiten que se toque y se pise, sino que ellos mismos participan y se asoman por las ventanas de La Torre para que la experiencia del espectador sea más completa.
Mi experiencia estética no tiene sentido sin los otros
Esto último implica otra novedad respecto de la experiencia museística habitual. Además de proponer una mirada táctil, no higiénica, del arte, La Torre impone la presencia de otros para que podamos comprenderla. En efecto, el visitante que se asoma por la ventana superior no acaba de apreciar el trampantojo propuesto si no hay otro visitante que se asoma por la inferior, o que se introduzca dentro.
Así pues, la experiencia estética pasa de basarse en la tradicional contemplación autorreflexiva (aquella que exige silencio para que el espectador quede a solas con el cuadro) a ser una experiencia dinámica (tenemos que asomarnos, meternos dentro, subir y bajar las escaleras…) y, lo que es más importante, colectiva: La Torre no tiene sentido sin mí, pero mi experiencia estética tampoco lo tiene sin los otros.
Leandro Erlich nos propone una visión mucho más abierta, dinámica, lúdica y social del arte, que se basa en la participación del espectador y que no sólo exige, sino que genera complicidad entre los visitantes. Eso es lo que la hace tan popular y cercana a la gente. Y es también lo que la hace más valiosa, porque, más allá de las implicaciones alegóricas y conceptuales que contiene (cuestionamiento de los mecanismos de visión, planteamiento de realidades alternativas, presencia de la ilusión en nuestra concepción de la realidad), lo que sin duda ha decidido a Manuel Borja-Villel a que la obra se quede en el Reina “más tiempo” del previsto, es que La Torre no deja indiferente a nadie.