La idea, atractiva y válida como cualquier planteamiento de este tipo, no era en ningún momento una trampa, ni tampoco encerraba, seguramente, un eslogan oportunista. Más bien parecería una ironía de mal gusto o una resentida mentira ¡En estos tiempos donde lo más usual es trabajar codo con codo y no avasallar al que tenemos al lado! Son, sin duda, tiempos de armonía, de prosperidad y de consenso, ¿verdad? Todos juntos podemos, sentenciaba cierta compañía de teléfonos (¿o era de cerveza?).

Complacencia

Esa famosa y polémica comisaria hablaba complaciente ante los medios (como suelen hacerlo siempre este tipo de meritócratas), al menos, ante esos medios que le hacían la foto sonriendo y engrasaban más, si cabe, los motores de una máquina imparable que ha tomado autoconciencia, que simula un simulacro ¿Acaso deben ser esto los centros de cultura/museos contemporáneos? ¿Acaso deben participar de esos simulacros estas «nuevas generaciones» a las que la ilustre (bien desenfadada por conveniencia) se refería?

Y así sucede, señoras (y señores también), que esto del arte de museos modernos, galerías y bares-club de jóvenes asociados aparentemente políglotas, no es más que un tornillo trasroscado, otro club de simulacros donde hay que saber bailar, aun sin ganas de hacerlo. Un mismo propósito con distintas apariencias, forzosa y rencorosamente desenfadadas (no se rasquen, todo el mundo les estará mirando de reojo). Los hijos de la burguesía, crueles siempre, inocentes también, juegan con las bombas y se ponen del lado de sus víctimas. Rostros y verdadero testimonio del tiempo que nos ha conducido al «todo vale», regalan vacíos, adjudican un «¿Qué tal te va?» que nos sepulta.

Dudosos cónclaves

Pero, ¿qué pasa con el arte? Generación de latas de cerveza verde holandesa y camisas de cuadros, fotografiándose como (aquellos sí) mal vividores que pintaban por desesperación; desesperados faltos de pan, no por dieta voluntaria. Surgen, así, muy dudosos cónclaves donde se habla de mapas, de cuerpos, de identidades, de aburrimientos. El arte ya no necesita ser estudiado, así lo quieren los que recurren al francés (que suena muy bien y erotiza más al maniquí), a los viejos carteles de guerra teutones, a los gatos y a las chicas con poca ropa ante un espejo. Nunca pasa nada, todo se ha normalizado.

Los nacidos con posterioridad a 1980 están (estamos) acostumbrados a convivir con imágenes: monitores, simulación múltiple, interacción, virtualización. Probablemente sean esas generaciones las más inmersas (y también perdidas) en ese océano de falsas realidades. Son teatro, son arte. Pero de todo esto ya habló Debord, ya habló Baudrillard. Todo está lleno de procesos reactivos, de veganos que actúan como carnívoros y aberrantes (por caritativas) manifestaciones de corporativismo solidario. Y el problema, precisamente, está ahí: el arte no sabe proteger al arte. Los contables que nos gobiernan, son los contables que invierten no ya en comprar cuadros, sino en comprar locales donde mantener salvaguardado su pedigrí.

¿Nos representan?

Nuestra sonriente comisaria ya lo decía bien claro: los artistas españoles no tienen una exitosa proyección fuera de su país. Pero, ¿sucede así con los comisarios y nuevos historiadores del arte? Por lo menos llenan huecos y se les escucha, pero su vestido suele ser aquella camisa de cuadros… ¿Nos representan o se representan?

Por fin, las explosiones lúcidas de la ciudadanía, las manifestaciones, han dejado de ser una charanga de tamborileros para alzarse como un contundente ¡basta ya!. Deseamos que ese grito se traslade también al ámbito de la cultura y pueda llegar a oídos de sus magnates. ¡Oh, qué bonito es combatir cuando puedo dormir a su lado y desayunar tostadas!

Arte simulado

Los artistas se han camuflado definitivamente en el asfalto. Su paradero es desconocido, ya no viven en las academias de bellas artes; tampoco exponen en bares. El arte actual no se exhibe en pasillos con suelos de cemento, barrios pretenciosamente marginales ni ambientes berlineses con pinchadiscos de antiparras. El arte simulado, desarrollado desde Roma hasta el siglo XIX, reconvertido después en arte muerto y, recientemente, asumido como una forma más de comunicación, se ha fundido con la sociedad. Pero lo ha hecho con un estrato que desconoce el peso de esa gran responsabilidad.

Lean esto como una voluntad de diálogo. Los que conocemos, más o menos, las formas de esta verbena llamada arte, también estamos perplejos ante la ingente cantidad de discursos vacíos. Tampoco entendemos muy bien eso que sucede en los ámbitos (ultra)blindados de la cultura.