Así, de la mano de pintores como Philip Reinagle, se empieza a abandonar las nociones ortodoxas de la belleza y la medida en pos de la consecución, en ocasiones relativa, de un prisma febril en el que monstruosas tormentas, bruscos contrastes de luces y abismos ignotos demarcan una firme distancia frente a las proporciones del hombre y de sus obras.
Habilidad visionaria
Ya entrado el XIX, bajo esta corriente y ejemplificando su mayor desarrollo, surge la figura de Joseph William Turner –cuya primera gran exposición se puede visitar en el Museo del Prado hasta el 19 de septiembre–, uno de los grandes de la historia de la pintura, y el único de su tiempo (quizá junto con Friedrich) que tuvo la habilidad visionaria de ahondar tanto en su propio ser como en el de la naturaleza, con intención de desmaterializarla para hacer visibles sus más íntimos resortes, siempre en relación con esos nuevos conceptos de “lo Sublime” gestados por Burke.
En efecto, en pugna con las visiones antropocéntricas en las que se desarrollaba gran parte de la imaginería conceptual romántica, Turner entiende muy pronto que el conducto de lo sublime pasa por la cristalización de los fenómenos más grandiosos y aterradores de la naturaleza, donde el hombre ve marcado a fuego su destino, en los vórtices de la inmensidad imperecedera. El paisaje para Turner no es sólo un decálogo de grandiosas calamidades, sino un pulso funcional, dramático, entre la naturaleza y el espíritu humano.
Búsqueda del absoluto
Así, en su recreación de lo sublime, ejemplifica una búsqueda del absoluto, siendo los poderes de la naturaleza un vehículo para el desarrollo de un sentir imaginario épico, en un fluir ininterrumpido del tiempo y el espacio, una ejemplar construcción que fluctúa, gracias a las maneras del genio, entre lo particular y lo universal.
Y no cabe duda de que Turner es un genio. Y no lo es tanto por haberse percatado de que la violencia, destructora y creadora, de la naturaleza sólo podía ser representada en su esencia dotando a la pintura de un novedoso apuntalamiento formal, sino porque éste le viene dado en aras de una nueva utilización del color. Decimos nueva, aunque es obvio que bebe de la escuela veneciana renacentista, en concreto de la figura de Canaletto. La total prioridad otorgada por Turner al color sobre la forma le conduce a la plasmación de unos estallidos cromáticos inigualables, cohabitando sfumattos leonardescos con chiaroscuros tenebristas, dando en resultas una liberación de la forma anteriormente nunca vista. Una liberación que sentará muchas bases futuras.
Liberación de la pintura
De eso se trata, al fin y al cabo. Porque los grandes nombres de la historia de la pintura son precursores de tiempos venideros, tiempos que sin la ascendencia de su genio inmortal difícilmente habrían sido posibles. Ejemplo obvio ha de ser Francisco de Goya, anticipando conatos impresionistas y sobre todo expresionistas, un siglo antes de la llegada de Kirchner y su círculo. Uno entre muchos otros, a lo largo de la historia, cuya visión trascendía la época que les había tocado en suerte.
Turner fue el primero en liberar a la pintura de la esclavitud del tema, en aras del desarrollo del color y la materia, puros, en juego con sus ritmos, formas y derivaciones, siempre en el intento de captar el aterrador y sublime espectáculo del universo. Turner es quizá, junto con Goya, el primer nombre de la historia de la pintura. El pintor inglés se adelanta y crea las bases del arte abstracto, algo que tal vez resulta obvio para nosotros, contemporáneos exegetas que observamos con cierta indolencia el desarrollo creativo de la pintura, a lo largo del tiempo. No fue así, por supuesto, para gran parte de la crítica de su época, que no dudó en calificar la última etapa de la obra de Turner, plenamente abstracta, como “las bromitas de Mr. Turner”. Otro ejemplo más de cómo la historia y el tiempo se encargan de colocar las cosas en su lugar.