Hace años hice una afirmación pública de la cual estoy dolorosamente convencido y que me ha perseguido desde entonces: este país no quiere a sus artistas. Los puede admirar, envidiar y hasta en algún caso adorar; pero querer es otra cosa. Si alguna duda me quedaba sobre mi amarga convicción, su intervención —que he visto y escuchado repetidas veces con incredulidad y asombro y con la esperanza de que se tratara de un “fake”— lo ha confirmado con creces. Desde 1975, el momento en que entre casi todos hicimos posible que este país se convirtiera en una democracia, nunca —repito— NUNCA me he sentido más injusta e inmerecidamente despreciado por un responsable cultural. Y como yo, miles y miles de compañeros, muchos de los cuales se han convertido con su arte (poesía, música, cine, teatro precariamente retransmitido, humor…) en el refugio de millones de españoles para aliviar esta situación dramática y evitar así que se abra la puerta de la desesperanza, que no es más que la antesala de la locura.
El ser humano inventó el arte y lo compartió con sus iguales en una transmisión que hemos llamado Cultura, para alimentar y ennoblecer el espíritu más allá de nuestros avatares físicos y biológicos y que, junto con la capacidad de imaginar, la creación del lenguaje y la risa, nos distingue de los animales. Y la raza humana, en sus épocas más luminosas o más oscuras, lo impulsó por considerarlo digno y necesario y hasta útil. Incluso en algún momento el Arte, desde su heterodoxia, ha contribuido a indiscutibles avances de la propia humanidad.
Pero no se trata de reclamar amor. Eso no se pide, si acaso se ofrece y se comparte. Se trata de reclamar justicia. De su insólita intervención se desprende un desconocimiento absoluto de las condiciones de trabajo de los artistas (sí, esto también es un trabajo del que depende la existencia de cientos de miles de personas y de sus familias) quienes dependen inexorablemente de lo que usted piense y haga. El desconocimiento es entendible y humano, pero no lo es en un ministro llamado a ser garante de una parte numéricamente importante de la población española y, por tanto, de un patrimonio vivo y fundamental.
No voy a repetirle lo que ya le han recordado muchas personas y medios de comunicación: cuántos somos, cuál es nuestro papel en la sociedad, qué porcentaje del PIB representamos o cuáles son los mecanismos y condiciones laborales y de contratación por las que se rige nuestro precario sector. Espero que tenga usted asesores que le puedan informar de una realidad de la cual se deduce de forma inmediata de que justamente no, no somos TRANSVERSALES. Ni ahora ni nunca lo hemos sido. Ni siquiera eso. No hay más que ver los Presupuesto Generales del Estado para observar las ridículas partidas atribuidas a Cultura, con un criterio siempre de mínimos, disminuidas además sobre la marcha por la todopoderosa Hacienda Pública con un impudor que ningún otro sector estaría dispuesto a tolerar.
En cualquier conflicto o situación colectiva difícil como la que estamos viviendo, la primera víctima es siempre la verdad. Y a usted o no se la han contado o no se ha querido enterar. No sabría decir lo que es más grave.
Todas las personas que luchan por la Cultura (en España ese es desgraciadamente el verbo) y que tiene usted que proteger desde el Estado, estaban antes del coronavirus en la antesala de la UCI. El día que esta pesadilla pase, si usted no ha dado antes —es decir ahora mismo y vamos tarde— un giro urgente de ciento ochenta grados, no va a encontrar más que muertos. La España Cultural con sus locales cerrados, con sus festivales, programaciones y rodajes suspendidos y con sus artistas abandonados y sin futuro es el panorama que tiene usted delante.
Por supuesto que estamos ante una Alarma Sanitaria y que la prioridad, por encima de todo, es salvar vidas. A estas alturas lo sabemos todos y nadie lo discute. Para eso millones de personas afortunadas estamos confinados y ejerciendo una obediencia y una solidaridad en muchísimos casos ejemplar. Pero igual que otros Ministerios proyectan —como pueden — alternativas de futuro posibles, probables o sólo deseadas, la obligación del Ministerio de Cultura es hacer lo mismo.
Como en el peor tsunami, se ha producido en pocos días una Emergencia Cultural insoslayable en la que le corresponde al Estado tomar la iniciativa. Lo han hecho otros colegas suyos europeos con los que usted afirma haber hablado. Sospecho que de esas conversaciones parece no haber salido nada positivo para nosotros, a tenor de su comparecencia y comparándola con las medidas que estos ministros y países han tomado, convirtiendo la protección a la Cultura en una cuestión de Estado.
No me estoy quejando. La queja puede tener también su parte miserable. Lo que escribo, se lo estoy exigiendo desde el sentido de la justicia, la lógica, el pragmatismo y una experiencia y conocimiento que pongo a su disposición por si le hiciera falta.
Y ya que ha citado usted sesgadamente a Orson Welles (quien —por si no lo sabe mientras hacía esa afirmación continuaba filmando… y sí los artistas somos contradictorios), permítame que yo le recuerde unas palabras de Winston Churchill. Quizá le sean más útiles para reflexionar sobre las consecuencias de sus palabras y acciones. En plena Segunda Guerra Mundial y ante la falta de medios para abastecer al Ejército británico, tuvo lugar un Consejo de Ministros de urgencia con la intención de recortar asignaciones económicas de otras áreas para transferirlos al Ministerio de la Guerra. Alguien sugirió que un recorte sustancioso se podía efectuar en el presupuesto dedicado a la Cultura o incluso eliminar temporalmente toda la asignación. A lo cual, Churchill contestó airado: “Si sacrificamos nuestra Cultura… ¿alguien me puede explicar para qué hacemos la guerra?”. Ahí se lo dejo.
Atentamente.
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