El largometraje sería dirigido por uno de los realizadores en nómina más prolíficos de los estudios, Michael Curtiz, responsable, un año antes, de la mítica Casablanca (1942), y estaría protagonizado por el prestigioso actor Walter Huston, padre del guionista y director John Huston. Misión a Moscú narraba, con un tono documental, sucesos como El Juicio de los Veintiuno de la Gran Purga estalinista de 1938, justificando el proceso y la condena a muerte de los acusados, y llegando a asegurar que Trotski trabajaba para el Eje. A la propaganda prosoviética se sumaban escenas surrealistas, como aquellas en que los rusos aparecían en las tabernas de Moscú con capa y chistera, que hicieron que en la URSS el filme se considerara una comedia.
Siete años después, en plena era del Macartismo, el filme sería puesto como ejemplo de la influencia comunista en Hollywood, en los juicios llevados a cabo por el Comité de Actividades Antiestadounidenses. Las audiencias, que Arthur Miller equiparó, en su obra de teatro El crisol, con los juicios de Salem de 1692, acabaron con la carrera de algunos de los talentos más brillantes de Hollywood. Se pretendía eliminar todo lo que fuese (o pareciese) comunista, izquierdista, progresista y, por extensión, ruso. Más de setenta años después volvemos a estigmatizar todo aquello que venga de Rusia. Desde las redes sociales se enarbolan campañas para dejar de consumir cultura rusa. Se exige la exclusión de Rusia de las organizaciones culturales y se reclama el veto a sus artistas en eventos internacionales.
En el Medioevo se azotaba a los acusados en las plazas, a la vista de todo el mundo. Era lo que se llamaba «pena de vergüenza pública». Hoy tenemos la cultura de la cancelación. Nos estamos acostumbrando a relacionarnos con el mundo como si estuviésemos en una red social, donde todo lo que nos molesta o no concuerda con nuestra sensibilidad puede ser «bloqueado».
Las bibliotecas públicas y las plataformas de contenidos utilizan el mismo baremo para prohibir obras como Matar a un ruiseñor, Maus o Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, 1939). Las instituciones políticas se suman a la tendencia, borrando de la asignatura de Historia eventos como la Conquista de América o la Revolución Francesa. Pretender eliminar creaciones de hace más de setenta años u obviar momentos clave de la Historia porque no coinciden con la sensibilidad y la moral del siglo XXI es una prueba de nuestro analfabetismo evolutivo, incapaz de entender el contexto en que esas obras se realizaron. Y aunque podamos llegar a considerar a esas piezas o eventos como errores del pasado, al eliminarlos (haciendo como si nunca hubieran existido) estamos condenándonos a repetir los mismos errores. En el caso de Rusia, el salvaje ataque de Putin a Ucrania ha hecho que se despierte de nuevo el fantasma del comunismo, alentado por unos medios de comunicación manipuladores y políticos que, hasta hace dos días, aplaudían la mano dura de Putin. La campaña de cancelación de la cultura rusa no se hizo esperar. Una universidad italiana eliminó un curso sobre Fiódor Dostoyevski, la Royal Opera House londinense anuló la presentación del Ballet Bolshoi, la Orquesta Filarmónica de Zagreb decidió no tocar música de Tchaikovsky…
Con estas decisiones se pone a Dostoyevski y a Tchaikovsky al nivel de los oligarcas que financian a Putin. Desde las redes sociales se ensalza a las artistas que han salido de Rusia o que denuncian públicamente la invasión a Ucrania. ¿Sabemos con certeza lo que haríamos nosotros de estar en su pellejo? ¿Seríamos capaces de abandonar nuestro país, dejando atrás a nuestros seres queridos? ¿Tendríamos el valor de denunciar una injusticia en un sistema que silencia a sus opositores? Sin embargo, les exigimos valentía. Eso sí, desde la cobardía del anonimato.
En estos tiempos de verdades absolutas, leer a Bulgákov es sinónimo de apoyar la guerra, ver una película de Balabanov significa ser prorruso y si escuchas a Stravinski es porque Putin no te parece tan mal tipo. Vivimos tiempos oscuros, donde no existen los grises, y nos planteamos rechazar una de las culturas más ricas del planeta. ¿Nos podemos permitir renunciar a Kandinsky y a Goncharova? ¿A Tolstói y a Ajmadúlina? ¿A Tarkovski y a Mijalkov? ¿A Shostakóvich y a Vysotsky? ¿Y a los Dostoyevskis y Tchaikovskys que nos quedan por descubrir?
No se me ocurre mejor ejemplo para acabar este artículo que el del matrimonio formado por Larisa Shepitko y Elem Klimov. Ella nació en Ucrania, él en Rusia. Se amaron e hicieron cine. La última película dirigida por Larisa fue La ascensión (Voskhozhdenie, 1977), una desgarradora pieza de cine antibélico que denunciaba la violencia de la guerra a través de una historia de partisanos en la Bielorrusia ocupada por los nazis. Larisa murió dos años después, en un accidente de coche, mientras buscaba las localizaciones para su siguiente película, que acabó completando su marido. Elem dirigió el emotivo corto Larisa (1980) como homenaje a su compañera. Cinco años después, Klimov realizaría otra magistral denuncia a la guerra, Masacre (Ven y mira) (Idi i smotri, 1985), una de las películas más viscerales e impactantes contra los conflictos armados, también ambientada en la Bielorrusia invadida por el ejército alemán. Ambas películas forman un díptico indivisible, un canto desgarrador del cine contra la violencia. ¿Debemos aceptar hoy la obra de ella, por ser ucraniana, y enterrar la de él, por ser ruso?
El arte siempre es contrario a la guerra. La cultura ilumina las tinieblas que provoca la violencia. Es nuestro patrimonio y, si renunciamos a ello, también negamos nuestra humanidad. Pretender borrar toda una cultura es estúpido, porque nos arrastra a las sombras, pero sobre todo es inútil, pues la luz siempre acaba buscando las rendijas para iluminarnos. Tal vez haya llegado el momento de dejar de cancelar y empezar a rescatar y construir una cultura que nos muestre el camino de la no violencia.