Muchos artistas han mantenido una estrecha relación con el lugar en que nacieron o habitaron. Canaletto y Vermeer retrataron a Venecia y Delft, respectivamente, iniciando una tradición que recoge, casi cinco siglos después, el manchego Antonio López plasmando en sus tablas su visión de los barrios y paisajes madrileños.
Por la calles de Madrid
Considerado el padre de la escuela realista madrileña, este prolífico autor nacido en Tomelloso (Ciudad Real) en 1936 camina en solitario por el panorama artístico español igual que lo hace cuando trabaja en las peculiares calles de Madrid. Huye de las modas, de las etiquetas y de todo lo superficial; concibe el arte como una relación íntima del autor con sus obras, en la que hay momentos de auténtica satisfacción que conviven con períodos de crisis y decadencia. Piensa mucho más de lo que pinta y ensaya mucho más de lo que esculpe.
El privilegio de la práctica del arte es, para López, una forma de llenar y dar sentido a su vida a través de una lucha constante por cada una de sus obras, en las que nada es casual pero, paradójicamente, todo parece espontáneo, fortuito y esporádico… igual que Madrid. Plasma su ciudad a través de un lenguaje absolutamente personal con el que consigue transformar su propia realidad en otra universal y con la que cualquier habitante se identifica.
Madrid ha tenido el orgullo de hospedar, a lo largo de su historia, a artistas de la talla de Velázquez, Goya o Picasso, pero, sin embargo, ha necesitado casi cinco siglos para que un pintor se atreviera a retratarla sin complejos. Antonio López inició este reto en 1960 con la panorámica El Campo del Moro, dando los primeros pasos para situarse al lado de los más célebres paisajistas.
¿Qué es Madrid?
«Madrid es un lugar especial, urgente, duro, fascinante. Transmite mucha veracidad. Es un rincón de supervivencia. Como si no hubiese lugar para la belleza. A veces, creo que, no sólo Madrid, sino que España se ha pintado poco. Para un artista, es un terreno muy virgen».
Pocas veces un artista deja un testimonio tan claro sobre el significado y sentido de su obra. Sin duda, Antonio López es realista; no sólo en su faceta artística, también en lo personal, en su intimidad. En este estilo vernáculo llamado Realismo, en el que todo es objeto de análisis y reflexión constante, cualquier detalle tiene sentido si se sabe mirar. Quizá por eso, en unas calles como las madrileñas, donde todo pasa inadvertido, una sensibilidad figurativa de esta magnitud halla lo que la mayoría de sus ciudadanos apenas advierte: lo concreto.
Para López, Madrid es la ciudad que le vio nacer y crecer como artista; donde se trasladó, con tan sólo trece años, para continuar su formación animado por su tío de Tomelloso, el también pintor Antonio López Torres, su primer maestro. En la capital, además de estudiar y educarse en el arte, conoció a sus compañeros de generación —Julio y Francisco López Hernández, Enrique Gran, Lucio Muñoz, Joaquín Ramo, etc.—, a sus amigos y a su mujer. Durante mucho tiempo, esta gran ciudad fue el escenario de todas sus alegrías pero, también, el centro de innumerables contratiempos y dificultades que tuvo que superar y que, naturalmente, quedaron latentes en su obra.
La ciudad de la luz
Cuando en 2006 recibió el Premio Velázquez de las Artes Plásticas, Antonio López ya había realizado numerosos cuadros mostrando las distintas caras y realidades de Madrid. Estas panorámicas tienen una personalidad especial, un “algo” que hace que el espectador se identifique con ellas, suscitándole un recuerdo, una historia o un significado que varía según quién las contemple.
En dos de las obras más célebres del autor manchego, Gran Vía (1974-1981) y Gran Vía, Clavel (1977-1990), los significados que, para cada persona, adquieren estas calles madrileñas son infinitos, pero la franja horaria, el momento concreto en el que se sitúa la escena es inconfundible. El equilibrio que consigue con la recreación de una atmósfera de madrugada en Gran Vía contrasta con el controlado dinamismo de Gran Vía, Clavel gracias a la elección de un instante más tardío que resalta el color y los contrastes.
Por las condiciones de la luz temprana y para evitar que ésta variase, el margen de tiempo disponible para trabajar era muy escaso, apenas treinta minutos; si las condiciones eran las elegidas, López acudía al mismo sitio que el día anterior para continuar la ejecución de estas dos vistas. Así durante siete y trece años, respectivamente, hasta conseguir el resultado deseado. Esta rutina exige un grado de constancia y compromiso elevadísimo que está al alcance de muy pocos artistas contemporáneos.
El leitmotiv de Antonio López Madrid, esta ciudad olvidada por los artistas españoles y europeos, es la principal musa de este atípico pintor que, con cada cuadro, regala al espectador un pequeño fragmento de su mirada. Cuentan que jamás acaba sus obras, que su estilo extremadamente meticuloso le impide finalizar ninguno de sus cuadros o esculturas y que cuando lo hace es porque tiene la obligación de entregárselo a quien se lo ha encargado. Todos los genios tienen su propia leyenda y Antonio López ha generado la suya. – Terraza de Lucio (1962-1990) es el lienzo con el que Antonio López comienza el proceso de relación con su ciudad y, probablemente, el que mejor describe el tiempo transcurrido desde sus primeras vistas hasta ahora. El mirador de la casa de su amigo Lucio, años después de que éste dejara de vivir en ella, se convierte en el motivo perfecto para retratar el paso de los años, tanto en su ciudad como en su obra. – Atocha (1964) es una obra que parecía necesaria en la vida del pintor. Evoca su llegada a la ciudad a través de la estación, habla de sus sentimientos, incertidumbres e ilusiones; es el recuerdo que conserva de aquel viaje de la infancia hacia lo desconocido, a la ciudad de las oportunidades y la primera impresión que tuvo de la capital. – Madrid desde Vallecas (1997-2006). A Madrid le gusta Antonio López porque se identifica con él; es la principal protagonista de la parte más importante de la obra del autor y eso enorgullece a cualquiera. Madrid desde Vallecas su lienzo de mayor formato, cuelga de un panel de la Asamblea regional reconociendo, así, esta relación del artista con su ciudad. La vista pertenece a la azotea del Parque de Bomberos de la zona sur, desde la que se proyecta la ciudad. Como elemento anecdótico —incluso melancólico—, introduce la Torre Windsor con las grúas, tan característica del paisaje madrileño durante los últimos años. El proyecto se fue dilatando a lo largo de una década, en la que el pintor llegó a realizar hasta seis ampliaciones que dejó a la vista como parte fundamental del lienzo. Este incremento de la superficie pictórica es muy común en su obra debido a su continua insistencia en abarcar toda la inmensidad de una ciudad que se extiende sin límites aparentes dentro y fuera del lienzo. |