Lo duro es no sentirse preparado para afrontar el final. Y confieso que me cuesta encontrar las fuerzas para escribir el último capítulo de las aventuras de Ernesto Mendoza. Los excesos que han acompañado a mi amigo, la enfermedad, el destino, un dios implacable, busquen el responsable donde quieran, pero mientras escribo estas líneas Ernesto está en coma en el Hospital Gregorio Marañón de Madrid. Tanto el neurólogo como el oncólogo me han dicho que su estado es irreversible; la corteza cerebral ha sido dañada por el tumor que tiene en la cabeza. Mi amigo se muere. Como diría él y ya dijo Freddy Mercury hace muchos años: ¿Quién quiere vivir para siempre?
Aunque imagino que sabrían disculparme, no quiero despedirme de ustedes sin terminar lo empezado: el caso de El carro de heno. Les contaré brevemente cómo acabó en mi casa el tríptico pintado por El Bosco. Y ésta será mi despedida.
Ya les adelanté la semana pasada que Ernesto se había rendido, o eso creía yo. Hizo llegar a la Casa Real el mensaje de que se sentía incapaz de resolver el caso, no sabía dónde estaba el cuadro. Sin embargo, ahora sé que mintió desde el primer momento, porque fue Mendoza quien lo robó.
Entre gintonic y gintonic me confesó que la idea se le ocurrió cuando recibió una curiosa invitación de Su Majestad. Se trataba de una fiesta privada en el Monasterio de El Escorial. Solo 25 invitados cuidadosamente seleccionados; 25 personalidades de diferentes ámbitos. 24 personajes y Ernesto Mendoza. Un nobel de Literatura, una profesora de Física, un jeque árabe, la propietaria de una compañía petrolera, un joyero neozelandés, una guionista de cine estadounidense, dos antiguos primeros ministros… Me imagino a mi amigo demostrando sus dotes de adivinación con su soberbia habitual entre personalidades acostumbradas a que nadie les tosa.
El caso es que en un momento de la fiesta Ernesto se fue directamente a las salas capitulares donde estaba la copia de El carro de heno. Se vio allí solo y vio la oportunidad. Simplemente descolgó la tabla, cerró los laterales para que fuera más fácil transportarla y la llevó hasta el cuarto de baño. No sabía cómo iba a sacar la pieza de allí; ya lo pensaría.
Después se hizo con una funda que había traído uno de los invitados, una especie de maletín de despacho de arquitectos donde poder llevar planos y maquetas de grandes tamaños. Al parecer, uno de los invitados era un arquitecto italiano que quería presentar a Su Majestad un proyecto para reformar el Palacio de la Zarzuela.
-Era tan fácil llevarse el cuadro de allí que habría sido una grosería no hacerlo –me soltó–. La gente que había en aquella fiesta era tan rara y la seguridad estaba tan limitada a los guardaespaldas que nadie se fijó en la funda en la que guardé el cuadro, porque no habría cabido en ninguna de las cabezas allí presentes que Su Majestad hubiera invitado a un ladrón de obras de arte.
Mendoza salió con el cuadro del Monasterio con facilidad a pesar de que debía pararse cada cuatro o cinco pasos a tomar aire porque la tabla debía de pesar más de 40 kilos. Y aunque tuvo algún problema para meterlo en el taxi, finalmente llegó a casa con él sin que yo lo viera ni sospechara.
Mientras me lo contaba hace diez o doce días pensé en la cantidad de cosas que habrán pasado por delante de mis narices sin enterarme mientras he vivido con Ernesto. Pero el pensamiento se quedó en mi cabeza, porque estaba ansioso por saber cómo había podido cambiar la copia por el original que estaba en el Prado. Una cosa era que el descuido de las fiestas de Su Majestad dejara desprotegidas algunas propiedades de Patrimonio Nacional y otra muy diferente que las obras de la mejor pinacoteca del mundo pudieran ser sustraídas.
Mi amigo me lo contó con su tradicional calma, con el ritmo pausado de quien disfruta cada instante y goza casi tanto contando sus hazañas como cuando las realiza.
-La información es poder, Santi, ya lo sabes –me dijo– y yo supe a mediados de enero que estaba previsto desalojar unas semanas la sala 56a del museo del Paseo del Prado, donde está normalmente El Bosco. Cuando me llevé la copia no lo había hecho con la intención de sustituirla por el original; tener esa copia en casa ya era bastante premio. Pero a veces la vida te presenta oportunidades y hay que saber aprovecharlas. Los seres humanos solemos vivir de los despojos de esas oportunidades: una mujer que se cruza en nuestro camino, un posible socio de un proyecto exitoso, un profesor que te crea una vocación, un billete de lotería que se vende en la tienda de al lado…
-Bueno, dime –le rogué–, ¿cómo sacaste un original de El Bosco del Prado?
-Pues eso, que la sala se iba a vaciar. ¿Sabes cuál es el procedimiento en el traslado de una obra dentro del museo? Poca gente tiene acceso en ese proceso: El restaurador, a veces el director, un par de tipos de seguridad y los operarios de la empresa de turno que llevan sus guantes, sus camisetas con el logo de la empresa, su refinado cuidado, sus pequeñas grúas… No hay policías, ni guardias civiles… apenas un par de miembros de la empresa de seguridad privada. El museo está cerrado, así que solo se acercan a las obras personas de confianza, acreditadas para ello. Y estar entre las doce personas que participaron en el traslado de la sala 56a a la sala 57a fue bastante fácil.
Cuando Ernesto me habló de Manterola al principio no caí. Pero al citarme el caso de La venus del espejo recordé aquella empresa que se encarga del traslado de obras de arte. El presidente de la empresa había contratado los servicios de Mendoza y me consta que quedó muy satisfecho con los resultados. Mi amigo, por lo visto, le pidió estar presente en el traslado de El Carro de heno, El Jardín de las delicias y otras obras, como si fuera un trabajador más de la empresa. Le dijo que estaba investigando un robo en el museo del Prado –por supuesto era confidencial– y que le vendría muy bien vigilar desde dentro. El presidente no puso pegas, se fiaba plenamente de Ernesto. Me siento algo ruin, pero debo confesar que me agrada saber que Mendoza traicionó la confianza de este hombre; no soy, en comparación, tan miserable.
No sé muy bien cómo se las apañó para esconder en una de las grúas la copia de El carro de heno que había robado en El Escorial, pero parece que lo consiguió fácilmente. Así, la máquina entró en el museo llevando esa tabla y mi amigo solo tuvo que esperar el momento adecuado para poner en marcha la fase final de su plan.
El día anterior había dejado en un aseo de la planta baja un pequeño dispositivo incendiario, una especie de bomba de humo casera.
Cuando llegó el momento de descolgar la tabla original de El Bosco, Mendoza accionó el dispositivo con su móvil e inmediatamente saltó la alarma de incendio. Algunos de los presentes se pusieron muy nerviosos.
-No le pasará nada al Jardín de las delicias, ¿no? –dejó caer mi amigo, y todos salieron en ese instante de la sala para verificar que seguía en su sitio, sana y salva, una de las obras maestras del Prado.
Por increíble que parezca, Ernesto se quedó solo unos segundos junto al tríptico original de El carro de heno, y aprovechó para cambiarlo por la copia robada en El Escorial. Lo hizo en un instante: sacó de la grúa la tabla falsa y guardó el cuadro pintado por El Bosco en su lugar, y se quedó de pie, sujetando con sus guantes la obra, en la misma postura en la que se había quedado cuando todos salieron a la sala anexa. El restaurador que estaba a cargo del traslado sonreía tranquilo, desconocedor de que estaba perdiendo en ese preciso instante una de las piezas más valiosas de su museo. La operación concluyó, aparentemente para casi todos, con toda normalidad. La sala 57a quedó con las obras de El Bosco, Brueghel el viejo y Patinir, donde deberán quedarse hasta el 24 de mayo.
-Lo más difícil no fue sacar el cuadro del museo –relató Mendoza–. El carro de heno viajó a los almacenes de Manterola sin ningún contratiempo, pero al llegar surgió un problema: cómo sacar la tabla de allí sin ser visto. Tuve que irme y dejar esa obra de valor incalculable dentro de una grúa que estaba en un almacén en un pueblo de la provincia de Madrid.
Me temo que este será uno de los detalles que nunca llegaré a conocer y por lo tanto no se lo puedo contar a ustedes. Ernesto me dijo que ya me describiría el plan que tuvo que poner en marcha; lo único que me adelantó es que tuvo que organizar a su red de vagabundos y que el cuadro llegó a dormir una noche debajo de un puente. No quiero ni imaginar lo que podría haber pasado.
Y ahora está aquí, en mi casa, en la habitación de Ernesto a la que él nunca volverá. Y no sé qué hacer con él. Debería devolverlo, lo sé, pero no tengo yo ahora la cabeza para organizar esto. Esperaré un tiempo prudencial. Si mi amigo fallece, como parece que puede ocurrir en cualquier momento, hablaré con quien corresponda para que vengan a recogerlo. Un buen lector, gran conocedor de los museos españoles, me ha recomendado que hable con Antonio Bendito, comisario de la Brigada de Patrimonio.
Pero mientras Ernesto o lo que queda de él siga en el hospital, aunque no esté consciente, aunque respire gracias a una máquina y se alimente por una vía, respetaré todas sus cosas. Es un topicazo, pero qué cierto es que uno no se da cuenta de verdad de lo que tiene hasta que lo pierde.
Ernesto Mendoza ha sido, sin ninguna duda, la persona más especial con la que me he cruzado en mi vida y no creo que pueda encontrarme con nadie parecido. El zorrón de mi exmujer es una mota de polvo comparada con la ciclópea presencia de Ernesto en mi vida. Y me queda el agrio recuerdo de haberle fallado y no haber llegado nunca a pedirle perdón.
Todo se acaba, sí. Y aquí acaban las aventuras de Ernesto Mendoza. Hubo muchas más de las que les he contado; quizás algún día recupere las fuerzas necesarias para escribirlas. Pero ahora no puedo. Reconozco que he relatado estas aventuras como un homenaje sincero a la amistad que me ha regalado Ernesto durante estos años. Ha sido quizás el único amigo que de verdad he tenido, el único que me ha demostrado siempre que podía confiar en él.
Querría que recuperara la consciencia, aunque fuera solo unos minutos, para poder pedirle perdón y despedirme hasta siempre. Nunca seré capaz de transmitirles cómo me siento, cómo las lágrimas se escapan, se suicidan para terminar reventando en el teclado de mi ordenador. Y noto que me duele el alma, me escuece el corazón, me llena la pena. Pero todo pasa, todo acaba.
Gracias, amigos, por haber estado ahí. Gracias por todos sus comentarios, sus propuestas, sus mensajes, sus votos, sus consejos, sus confesiones. Aunque ya no vaya a estar por aquí cada semana, ustedes saben dónde encontrarme. Si son creyentes, recen por el alma de Ernesto Mendoza. Y si no lo son, pueden recomendar la lectura de sus aventuras a los amigos y conocidos, a modo de homenaje… Mírense a ver. 🙂
Hasta siempre.
Escritor de ustedes. Para ustedes. Con ustedes.