El problema viene cuando la ambición de un restaurante entra irremediablemente en contradicción con la realidad, cuando ni los salones ni la cocina responden a ese concepto vago que se le presupone al local. En otras palabras, cuando los establecimientos se han quedado en un intermedio en el que recurren a la pretenciosidad para salvar su imagen. Cuidado con ellos, porque además de pagar una buena factura, saldremos con la sensación de haber vivido una experiencia cuando menos decepcionante.
Pues bien, para ayudar a localizarlos, ahí van algunos signos reveladores de esa condición, magníficamente reseñados por Tony Turnbull, crítico gastronómico del diario londinense TheTimes.
El saludo. La hospitalidad y las buenas formas deberían ser la consigna básica de cualquier buen restaurante, utilizando este momento inicial para hacer que los clientes se encuentren a gusto desde un primer momento, en lugar de hacerles sentir como exiliados políticos esperando nerviosamente la confirmación de que su nombre se encuentra en la lista oficial de reservas.
Pero, ¡ojo!, una vez pasado ese doloroso trámite, tenga cuidado también con ese pomposo «¿Quieren los señores tomar una copa en la barra antes de pasar a la mesa?». Aunque la propuesta suene muy agradable, relajada y acogedora, en el fondo suele ser sólo un intento descarado de añadir un cargo extra de barra a la nota final.
Atmósfera. En decoración no existen reglas fijas. De hecho hay locales como el Fat Duck en Inglaterra –con tres estrellas Michelín y considerado como el segundo restaurante mejor del mundo, después de El Bulli– que siguen teniendo un agradable aspecto de antigua casa de comidas y otros, sin embargo, son igualmente cálidos a pesar de estar lujosamente decorados.
Pero hay algo común a todos ellos: en ninguno reina un solemne y falso silencio, sino que, por el contrario, logran crear un ambiente en el que los clientes pueden disfrutar del acogedor murmullo de compañía de otros comensales que también están demostrando su entusiasmo por el momento y la propuesta culinaria. Desconfíe de los silencios afectados.
Código de vestir. Realmente, no existe un código de vestir obligado para ir a ningún local, excepto el que dicta la propia sensatez. Si alguien le invita a cenar a su casa, es de suponer que no se presentará usted en pijama, aunque si lo hace tampoco le van a echar. Simplemente no volverán a invitarle. Los códigos de vestir deben estar regulados por la lógica, dependiendo de en qué situación, pero si alguien se viste inapropiadamente, lo único que ocurrirá es que nos dará a todos los demás algo de que hablar durante todo el día, lo cual no está nada mal. Conclusión: mala señal si en un local todos los clientes van vestidos con la chaqueta de las bodas.
Menú. Hasta hace relativamente poco, un factor indicativo del grado de pretenciosidad de un restaurante solía ser el menú cursimente escrito en francés. Pero tranquilo, eso ya no lo hacen ni los propios establecimientos franceses. Ahora, lo que se lleva es, o bien ese toque ecléctico-taquigráfico que dice simplemente: “De la Huerta”, “El Solomillo”, “Nuestros ibéricos”, o, por el contrario, ese otro lenguaje rebuscado de opositor a notarías que parece gustar a todos los principiantes que han hecho un training de tres meses lavando cacerolas en el Vip´s y con eso ya creen haberse convertido en un nuevo y modernete Juan Mari Arzak.
Presentación. Este es uno de los aspectos en los que la pretenciosidad de un restaurante queda más al descubierto: goteos variados, especias escarchando el plato, salsas dibujando líneas incomprensibles, torres de Pisa con alimentos a punto de caer… En fin, que muchas veces parece que uno ha ido a cenar a una escuela de bellas artes en lugar de a un restaurante.
Aunque es verdad que comemos primero con los ojos, no hay que perder de vista lo que es realmente importante: el sabor. Cuanto más artísticamente apañado sale un plato, más tiempo ha pasado debajo de la lámpara de calor y más de cerca ha estado el chef respirado encima de él. Y, además, como cliente siempre se queda uno con la sensación de que en cuanto lo toques para comértelo lo vas a estropear.
El Servicio. En los restaurantes verdaderamente elegantes, el personal de servicio de sala hace lo mínimo imprescindible para nuestra comodidad, pero eso sí, muy bien hecho: le toman a uno nota, le presentan el vino, le llevan la comida a la mesa y le retiran los platos vacíos, sonriendo discreta y ocasionalmente.
Pero nada de estar parado detrás del cliente toda la comida rellenando continuamente la copa de vino en cuanto uno ha dado un sorbito, ni preguntar seis veces seguidas si todo está bien (que sí, hombre, que si no ya le hubiera devuelto el plato), ni señalar con el dedo meñique tu plato para informarte de que la alcachofa es la alcachofa y el salmón es el salmón, porque eso ya lo sé, entre otras cosas porque lo he pedido yo.
Vajilla. Un dato que le resultará significativo: en su casa, seguro que tiene usted algunos platos y cuencos, generalmente redondos (e incluso cuadrados), que usará prácticamente para todo tipo de cosas: sopas, pastas, pescado, carne y postres. Pero también casi seguro que no tiene usted ningún plato octogonal, ni poliédrico, ni ningún cuenco con forma de media luna o sombrero mejicano dado la vuelta y cortado por la mitad, que no sabría ni cómo utilizar. Pues atento en algunos restaurantes a este tipo de vajillas que llaman más la atención que la propia comida.
Invitaciones. En algunos restaurantes tienen el detalle de invitar al cliente a, por ejemplo, un sorbete de apio entre dos platos, con la supuesta finalidad de realzar los sabores venideros. No se emocione. El sorbete suele formar parte de un maquiavélico plan para hacer que la futura factura de 300 euros que le van a pasar sea un poco más fácil de digerir. Y, en cualquier caso, ningún sorbete de apio va a hacer buena una comida mediocre. A menos que la propuesta sea verdaderamente innovadora, no es más que una afectación pretenciosa.
Los baños. En los restaurantes falsamente elegantes, si usted desea ir al baño, un camarero le acompañará hasta el lugar. Una situación que sería apenas tolerable en el Ritz, de modo que en cualquier otro establecimiento resulta absolutamente friki. No permita ni que lo intenten. Por cierto, recele de un local en el que los baños estén señalados con metáforas ininteligibles como un pavo real y una gallina. Un sencillo «Señoras» y «Caballeros» evita muchos vergonzosos equívocos.
La despedida. Curiosamente, cuanto más falsamente elegante se considera un restaurante, peor es la despedida que le dan al cliente al finalizar. Cuando usted se levante para irse, casi con toda seguridad el mismo maître que a la entrada le sometió a un tercer grado para confirmar su reserva, ahora se encontrará hojeando nuevamente esas secretas anotaciones o comprobando ávidamente su cuenta, sin hacerle ya el más mínimo caso. ¿Es mucho pedir que cada comida empiece y acabe con una sonrisa educada?