La mayoría de la superficie del parque se asienta sobre el municipio de San Vicente de la Barquera, del que parte una especie de playa única que va recibiendo diferentes nombres y que se extiende uniformemente hasta acabar en la Ría de La Rabia, un magnífico humedal casi siempre sobrevolado por bandadas de aves en migración, además de garzas reales y gaviotas, inquilinos fijos de la zona.
Parada en la ría
Aquí es recomendable hacer una parada en el merendero situado en la propia Ría, para a la vez que tomamos algo, disfrutar del sosiego del entorno, una especie de piscina natural surcada por todo tipo de patos y cisnes, para después retomar el camino hacia Trasvia, cuya entrada se encuentra a pocos metros en dirección hacia Comillas.
En Trasvia, situada en un acantilado sobre el mar, hay que ir directamente al Mirador, que se encuentra frente a las escuelas y desde el que se disfruta de una vista general del Parque de Oyambre que en días buenos alcanza hasta San Vicente de la Barquera. Justo al lado tenemos también un restaurante, casualmente llamado "El Mirador de Trasvia" y una posada, de los mismos propietarios.
Relajado y corto paseo
Y a partir de aquí, podemos iniciar un relajado y relativamente corto paseo hasta Comillas, por un camino que recorre todo el alto del acantilado, siempre con mar azul a un lado y prados verdes al otro.
Este recorrido nos lleva directamente a Comillas, entrando por el cementerio, ubicado sobre las ruinas de una antigua iglesia del siglo XV y que ha conservado como ornamentación algunos arcos y paredes originales. El perímetro del cementerio con sus pináculos y la puerta principal son un trabajo de Lluís Domènech i Montaner, rematado por una obra escultórica del modernista Josep Llimona en la que se representa el ángel exterminador. Aviso para navegantes: de noche, impone, pero es digno de ver.
Y pasado el cementerio, nos vamos directamente al pequeño puerto de mar, un vestigio de los pasados años balleneros de la localidad que ahora acoge únicamente a los escasos barcos de bajura que salen cada mañana y vuelven al atardecer para refugiarse entre sus potentes muros y descargar su –cada vez menor– captura artesanal.
Afortunadamente, los pocos bares o tascas que hay en el puerto –entre los que recomiendo “El Cantábrico”– todavía conservan una buena parte de su antiguo sabor marinero: algunos huesos de ballena colgados en las paredes, viejas fotos con recuerdos de varias generaciones, o la entrañable escena del dueño del bar, a la caída de la tarde, localizando con unos prismáticos los barcos entrantes, para preparar a cada uno su merecida bebida favorita: “Chaval, ve poniendo un blanco para Manolo y un medio para su hermano”.