A este convencimiento se fueron añadiendo el conocimiento de artes como el embalsamamiento de cadáveres por los egipcios, teorías como la griega de los cuatro elementos, y técnicas como la metalurgia en oriente, que animaron aún más a la investigación de la transformación, surgiendo una especie de arte secreto al que se llamó “Alquimia” y cuyo objetivo era la conversión de metales sencillos en oro y la búsqueda del preciado “secreto de la vida eterna”.
En el siglo XVI, el emperador del Sacro Imperio Románico Germánico Rodolfo II, convencido seguidor de estas teorías, instaló a un grupo de alquimistas –que naturalmente trabajaban para él– en unas pequeñísimas casas adosadas al muro de su castillo, que anteriormente habían dado acogida a la guardia de su castillo en Praga. Cuando pasado un considerable número de años y de trabajo inútil ninguno de ellos logró la más mínima conversión de nada en algo de valor, el callejón pasó a ser ocupado por los que realmente sí que manejaban el oro cada día: los orfebres. De ahí que también reciba el nombre de “El callejón del oro”
La casa de Kafka
En la actualidad, las casitas de colores están tomadas por diminutas tiendas, principalmente de artesanía, ropa y regalos, que hacen las delicias de los turistas. La más famosa y buscada es la número 22, en la que vivió Franz Kafka con su hermano durante dos años y que aloja una tienda de libros especializada en el famoso autor checo.
Durante su estancia, Kafka la describió como “tan pequeña, tan sucia, tan inhabitable, con todos los defectos posibles…pero la vida allí es algo tan especial, implica tener casa propia, cerrada al mundo, salir por la puerta directamente a la nieve de la silenciosa callejuela”. En aquel cuartito de 15 metros cuadrados con un altillo, Kafka escribió la mayor parte de Un médico rural, que publicó sin mucho éxito en 1920 y que un crítico de la época catalogó como “una prueba contra el público”.