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Labraza, entre la alegría y el desconcierto

 inferior y perezcan como perecieron Sodoma y Gomorra, sean sus días contados, su mujer viuda y sus hijos huérfanos, sean borrados del libro de los vivos y no se haga más mención de él, amén. Y además de esta maldición pague al señor Rey 10000 maravedis.”

(1196. Fuero de Labraza, pequeña villa de la Rioja Alavesa)

 

Ya de por sí un amenazante texto como este ha debido de ser motivo más que suficiente como para que los habitantes de las poblaciones vecinas a Labraza se hayan mantenido, durante siglos, cuidadosamente alejados de ella.
Si añadimos que a consecuencia de su interés estratégico militar durante el siglo XV, la villa ha estado, desde esas fechas, totalmente amurallada y sin crecimiento poblacional alguno, hasta el punto de que actualmente se la considera la villa fortificada riojano-alavesa más pequeña.

 

Y si, además, tenemos en cuenta su propia situación geográfica hoy en día, alejada de la carretera principal y sin servir de paso a ningún otro sitio, el resultado nos ll eva a esta pequeña aldea medi eval del interior de la Rioja Alavesa, de apenas 115 habitantes, condenada durante siglos al aislamiento y al olvido, donde la vida transcurre despacio y raramente se altera la tranquilidad que rezuman sus calles y casas.

 

Hasta que un día explota la bomba: el pasado mes de junio la muralla de Labraza gana el Premio Mundial de Ciudades Amuralladas, otorgado por el prestigioso Consejo Ejecutivo del Círculo Internacional de Ciudades Amuralladas, galardón que se otorga cada tres años como reconocimiento a aquellos proyectos innovadores en la gestión, conservación y restauración de murallas históricas. Y nada menos que compitiendo con la ciudad norirlandesa de Carrickfergus, Chichester (Inglaterra), Plasencia (Cáceres) y Vitoria.

 

A partir de ese momento, en apenas un año, la villa aislada pasa a estar en boca de todos, la joya escondida se convierte en referente turístico cuyo esplendor medi eval nadie se quiere perder y cientos de turistas recorren en tropel las intrincadas callejuelas para conocer y escudriñar cada rincón del hasta ahora olvidado pueblito.
Al principio, la alegría entusiasmó a los 115 vecinos y ellos mismos organizaron visitas teatralizadas gratuitas para enseñar su patrimonio arquitectónico: partiendo de su propia casa, Urbano Requibatiz, a sus 80 años poeta local y conocedor profundo del pueblo, nos hace ascender los 84 escalones de la torre de la iglesia de San Miguel (1769) para disfrutar de un paisaje de viñedos y montes antes de llegar a la calle de la Concepción y mostrarnos un retablo de 1522. 

Continúa con las viviendas de la calle Carretera Vieja, con un letrero exterior que dice “accesorio” que explica que es porque "tras las guerras, cuando la gente hizo sus casas en las murallas, se llamaron así porque eran los accesos al interior”. Sigue el camino hasta la fuente del Moro, del siglo XIV, que permitía conducir el agua hasta el castillo por un pasadizo subterráneo, y finalmente nos enseña una de las antiguas neveras.
Pero varios meses después, esos mismos entusiasmados vecinos se debaten entre la alegría por el boom turístico y el desconcierto por el tremendo número de visitas, que en los fines de semana y días festivos han llegado a sumar más de 300 personas. Ninguna tontería para un pueblo que cuenta con un único negocio, el bar, cuya apertura se adapta a los horarios de los vecinos.

 

Hasta el punto que han tenido que plantearse cobrar una cantidad por persona (3 euros los adultos y gratis los niños) en los recorridos que se reanudarán ahora en primavera, como medida disuasoria para evitar las aglomeraciones, que reconocen muy difíciles de conducir por la propia falta de espacio y estructuras.

 

En fin, "ni contigo ni sin tí", cosas de la fama.