El horror y la violencia

Una curiosa sensación recorre el interior de todo espectador cuando se sitúa frente a la obra de Francis Bacon (Dublín, 1909-Madrid, 1992). Es la inquietud, inevitable evocación al hablar del artista anglo-irlandés, que incomoda al público porque, en forma de aceptación o rechazo, identifica su vida con las imágenes que ve. Bacon es el pintor del horror y la violencia, de la metamorfosis, del paso del tiempo, de aquella generación británica todavía kafkiana marcada por la impotencia de ver su poderoso imperio empobrecido tras las dos grandes guerras, de la descomposición, de lo enigmático, de la tortura, de aquella sociedad perdida en la repentina ausencia de valores religiosos y políticos, de la amoralidad, para muchos, de lo real.

Quienes le conocieron destacan, además de su gran ambición, su mirada, profunda y trascendente, penetrante en el caso de la amistad –relación que siempre entendió como “una situación en la que dos personas se destrozan”–, pero también su pasión y obsesión por la pintura. Este singular creador, que apostó porque sus cuadros merecieran la National Gallery o el cubo de la basura –sin término medio–, aseguró en numerosas ocasiones que, de no haber sido pintor, habría sido delincuente; convendría, entonces, agradecer a todas aquellas furias que a menudo le acechaban el haberle inspirado para la práctica de la pintura y no para tal dedicación porque, con toda seguridad, también habría convertido la delincuencia en un arte.

Con los clásicos

Su pintura es clásica porque de lo clásico parte y, sobre todo, porque así lo quería él mismo. Aunque no se le conocieron maestros, salvo Roy de Maistre, pintor australiano poco afamado que le enseñó los rudimentos del óleo, es de sobra conocida su gran pasión por la obra de autores como Velázquez –principalmente–, Goya y, en menor medida, El Greco, Zurbarán o Ribera. Tanto es así, que su mayor ambición fue siempre que su nombre pasara a la historia al lado de este grupo de míticos pintores que, con tan poco, aportaron tanto al devenir del arte.

Bajo el título de Francis Bacon: A Centenary Retrospective, esta exposición, que viene de exhibirse en la Tate Britain de Londres –que no en la Tate Gallery– y en el Museo del Prado de Madrid –y no en el Reina Sofía–, desembarca hoy en el Metropolitan de Nueva York para profundizar en la figura de Bacon y mostrar así otras facetas de su trabajo artístico.

Gary Tinterow, responsable del departamento de pintura moderna del Metropolitan, ha asegurado que "Bacon es más convincente que nunca: a pesar del paso del tiempo, su pintura es fresca, urgente y misteriosa", además de destacar que el autor anglo-irlandés es un espejo en el que se miran muchos jóvenes.

Pintura española

Muchas de las obras que ahora se muestran en Nueva York, tienen como punto de partida a los pintores clásicos españoles, ya que el Retrato del Papa Inocencio X y La Venus del espejo, ambas de Velázquez, fueron dos de las obras que más influyeron en la vida y obra del anglo- irlandés. La primera, por suponer el inicio de la pintura de Bacon, según dejó claro en numerosas entrevistas el propio artista “uno de los más grandes retratos que se han pintado nunca”, y que, de manera obsesiva, versionó varias veces; la segunda, sin embargo, por ser clave en la comprensión de su trayectoria: “si no se entiende La Venus del espejo no se entiende mi pintura”, declaró el pintor en otra ocasión.

En este sentido, el espejo que sostiene la Venus de Velázquez sería más que reconocible en el Estudio de George Dyer en un espejo (1968) o en Tres estudios de la espalda masculina (1970), de la misma forma que el gran lienzo montado en un bastidor situado en primer plano de Las Meninas podría identificarse en obras como Niño paralítico andando a gatas (de Muybridge) o Tríptico, marzo de 1974. Algo parecido ocurriría con el personaje fusilado tendido sobre su propia sangre de El tres de mayo de Goya al compararlo con Figura yacente, nº1, aunque esta última también recuerda enormemente La Resurrección de El Greco.

 

La mirada de todos

Bacon, ante todo, es un pintor que se preocupó de manera obsesiva por el hombre y, en concreto, por su estrecha vinculación con el mundo animal en una época cuya sociedad vivió enferma espiritual y psicológicamente debido a las guerras, las revoluciones, los fascismos, etc. Dicha preocupación viene dada, además de por su reflexión sobre el por qué de esta realidad tan poco esperanzadora, por unas circunstancias personales extremas en todos los sentidos que pueden ser la clave de su pintura. Detrás de cada obra siempre hay una vida que la propicia y cuando ésta es absolutamente atípica, única y peculiar –como la de Bacon– resulta imposible eludirla; es más, en este caso, da la sensación de que nunca llegó a ser capaz de controlar su propia vida y dejó que ésta se convirtiera, ineludiblemente, en el principal argumento y motor de su obra.