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El Museo Magritte abre sus puertas

pública y entidades privadas– y albergará la mayor colección del mundo del insigne surrealista belga René Magritte (Lessines, 1898-Bruselas, 1967), aquel hombre con aires de pequeño burgués que combinaba como nadie bombines con pipas, boliches y árboles sin hojas. El nuevo museo nace con el ambicioso objetivo de conseguir 650.000 visitantes al año.

Magritte en tres plantas

En sus salas podrán verse alrededor de 200 piezas excepcionales, entre ellas algunas de las más famosas, como El imperio de las luces, El jugador secreto o El regreso, además de un extenso fondo de archivos, cartas, fotografías, películas rodadas por Magritte y sus amigos, dibujos, aguadas y carteles que componen una nutrida colección, reunida durante años por los Reales Museos de Bellas Artes de Bélgica y la Fundación Magritte y enriquecida con piezas únicas, prestadas por grandes coleccionistas privados.

Todo ello se encuentra inmerso en una puesta en escena innovadora que recurre a las últimas tecnologías para subrayar la esencia poética del artista belga, que se despliega plenamente en las tres plantas del edificio.

La visita arranca en el tercer nivel con los primeros cuadros de Magritte y el descubrimiento de los principios sobre los que se asienta su quehacer artístico. En esta zona se pueden contemplar ya algunas obras de envergadura, como El matrimonio de medianoche. En el segundo nivel se concentran los temas menos conocidos en la producción del artista: Magritte y la publicidad, La guerra, El surrealismo a pleno sol, Magritte y el comunismo, La magia negra y el Período vaca.

Jugando al despiste

Por último, en el primer nivel se presentan las etapas cruciales en la vida del pintor y, sobre todo, sus grandes obras maestras, entre ellas El imperio de la luz, La búsqueda de la verdad, La página blanca y El dominio de Arnheim. Todo Magritte está aquí: subversivo, divertido, y jugando permanentemente al despiste.

Finalizado el recorrido, y antes de abandonar este fascinante universo, conviene echar una última ojeada a la fachada de uno de los museos más modernos de Europa; engastadas en las ventanas, unas pantallas revelan un cielo estriado de nubes: el cielo de Magritte.

Con este nuevo edificio, Bruselas rinde homenaje y salda su deuda con uno de los pintores más importantes del siglo XX y, por supuesto, uno de los artistas belgas más reconocidos en el mundo, que merecía con creces contar con un museo que estuviera a la altura de su obra y legado artístico.

 

Monsieur Magritte

El 21 de noviembre de 1898 nacía en Lessines, en la provincia de Hainaut (Bélgica), René Magritte, el genial prestidigitador de lo visible. Su padre era sastre de oficio y pronto se mudó a Châtelet con toda la familia. René contaba tan sólo 14 años cuando su madre se arrojó al río Sambre: su cuerpo sin vida fue hallado al cabo de unos días, con el rostro cubierto por su propio camisón. La imagen, de una fuerza extraordinaria, reaparecería una y otra vez en la obra de Magritte.

En 1917, el joven René se trasladó a Bruselas para cursar estudios de pintura en la Academia de Bellas Artes. Allí contrajo matrimonio con Georgette, a la que había conocido en Charleroi y que se convertiría así en su compañera, modelo y musa. Para asegurarse el sustento, Magritte empezó a trabajar como grafista en una fábrica de papel pintado. 

Ya en la década de los veinte entró en contacto con quienes serían sus compañeros de viaje en la aventura del surrealismo: Marcel Lecomte, E. L. T. Mesens, Camille Goemans, André Souris, Paul Nougé y Louis Scutenaire, un grupo de escritores y músicos marcados por los horrores de la guerra y movidos por el deseo de acabar con el yugo de las convenciones. Entre todos ellos, el único pintor era precisamente Magritte, por aquel entonces bajo la influencia del futurismo y de la obra de De Chirico. Su primera exposición fue un fracaso; desalentado, Magritte viajó en compañía de Georgette a París, donde trabó amistad con los surrealistas Aragon, Breton y Éluard. Sus telas, sin embargo, seguían sin venderse.

En 1930, la pareja regresó a Bruselas y allí pasó por varios domicilios antes de establecerse en la Rue Esseghem de Jette, residencia en la que Magritte trabajaría durante 24 años. En el jardín abrió un taller de publicidad, aunque para pintar prefería utilizar el comedor-estudio. En sus obras aparecen varios elementos de esta casa –la chimenea, las puertas acristaladas, la ventana de guillotina…–, abierta al público desde 1999 y convertida en su día en cuartel general de los amigos surrealistas belgas de Magritte. De esos encuentros surgiría una infinidad de escritos subversivos, revistas y panfletos.

El grupo también gustaba de reunirse en La Fleur en Papier Doré, un cafetín regentado por un mar-chante de arte con el que Magritte había entablado amistad. En 1954, René y Georgette se mudaron a la Rue des Mimosas de Schaerbeek. Allí moriría, en agosto de 1967, el hombre con aires de pequeño burgués que combinaba bombines con pipas, boliches y árboles sin hojas.