Tentativas de un estilo nuevo
Juan Bautista Maíno había nacido en Pastrana para morir el año de 1649 en el Convento de Santo Tomás de Madrid. De padre italiano y madre portuguesa, pronto confirma sus dotes para el dibujo y la pintura. En este sentido, será fundamental su etapa formativa en Italia durante la primera década del siglo XVII, hecho que, además de revalorizar su figura como pintor, coloca sus trabajos en una destacada posición referencial.
A lo largo de su producción, en buena medida unida al arte religioso de la Contrarreforma, se descubren vínculos con las más importantes corrientes artísticas del momento, a saber, las representadas por Caravaggio y los Carraci.
La pintura de Maíno, situada en la peligrosa encrucijada terminológica del “naturalismo-clasicismo”, es a su vez, por fechas, devota de una nueva dirección en la pintura española. Dirección ya presagiada por los cuadros de un maestro como El Greco por cuyo obrador, por cierto, parece que pasó Maíno en sus primeros lances con ese misterioso arte del “facer verdad cosa imaginada”.
Si por un lado la primera mitad del XVI había conocido tentativas de un estilo nuevo universal, más o menos conciliador (Renacimiento Clásico), su segunda mitad había desafiado cualquier acercamiento a la representación “realista” del mundo en un arte fragmentado basado en la preeminencia de la autoría y el estilo (Manierismo). Maíno, aunque vive y comienza a trabajar en ese mismo siglo, realiza sus más importantes trabajos en el siglo inmediato, por lo que su arte, se inserta ya en esa otra cosa, muy próxima a la modernidad, llamada siglo XVII.
Disposiciones compositivas
Siglo de Rembrandt, siglo de Rubens…y siglo de Velázquez. Seguramente su talón de Aquiles fue haber compartido tiempo y patria con el último de ellos, cuya pintura, como bien sabemos, fue de todo menos indiferente. Maíno, como todas las flores que crecen a la sombra de un gran árbol, sobrevivió por lo que sus cuadros tenían de correcto y modélico. Así, su arte es el de un pintor notable, “didáctico” para los amantes de la pintura, pero jamás sobresaliente. Pero no fue su culpa, no eligió nacer en aquel momento, como tampoco quiso seguramente pintar bien, pues hay algo en sus obras que nos hace pensar en esa supuesta voluntad de quedarse a la mitad.
Sus breves retratos y sus grandes lienzos acusan una frialdad en el dibujo que congela la presencia de unas figuras casi siempre estereotipadas y extrañamente idealizadas. Pero por el contrario, añadiendo esas extrañezas a sus gamas cromáticas y sus disposiciones compositivas, muy complejas, resulta una paradójica tensión que niega todo lo dicho hasta el momento.
No obstante, ese constante sometimiento y guiño a los maestros de Roma, se ve atemperado por su particular modo de entender los distintos elementos que se insertan en cada cuadro, siendo muy interesante el tratamiento que otorga no ya a las propias figuras, sino a su específico significado como tales. Maíno aprovecha la luz de Caravaggio y el volumen de los clasicistas, aprovecha y saca partido a la técnica de Gentileschi, de Guido Reni y de otros tantos, pero desaprovecha su propio titubeo de genialidad, ese que tan sólo nos ofrece como apunte.
Cuadros de batallas
Otro de los aspectos fundamentales de este pintor es, precisamente, su relación con la corte. Maíno, había sido llamado a palacio por instancia del rey Felipe III, quien le asignó la tarea de dar clases de dibujo al joven Felipe IV. Aquel contacto con la corona, así como su pronta amistad con Velázquez (a quien, por cierto, apoyó desde sus comienzos) se tradujo con el paso de los años en una fructífera relación que le garantizó su participación en la decoración del famoso Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro en 1635, para donde pintó su emblemática obra La recuperación de Bahía. Se trata de un cuadro que narra la recuperación del puerto brasileño de Bahía de Todos los Santos y Ciudad del Salvador, hecho histórico ocurrido el 1 de mayo de 1625. Es un cuadro que estuvo colocado en las entrepuertas de los lados largos de aquel salón para el que fue concebido, junto a otras obras de batallas firmadas por los mejores pintores que el rey podía tener: Diego Velázquez, Antonio de Pereda, Francisco Zurbarán, Jusepe Leonardo, Vicente Carducho, Félix Castelo y Eugenio Caxés. Aquel lugar de honor, en medio de todo ese parnaso de aparato monárquico triunfalista, bien fue merecido, pues la obra, aún hoy, sigue generando preguntas.
El cuadro fue llevado al Museo Napoleón en París a comienzos del siglo XIX y devuelto a España en 1815 para, un año más tarde, pasar a la Academia de Belleas Artes de San Fernando y permanecer en sus fondos hasta 1827, fecha en que llega al Museo del Prado. Formalmente, acusa deudas con el mundo italiano en el que el pintor se educa, concretamente, con algunos pintores de la denominada escuela de Brescia. Si bien, muchos de sus detalles, como el manejo de la luz y el tratamiento de las figuras, pueden llevarnos a clasificarlo también como una obra naturalista, no podemos eludir su deuda con el ámbito del primer Barroco romano. Deuda que, específicamente, se extiende también al segundo punto controvertido de la obra: su temática. Una temática figurada por una compleja estrategia representativa que, como acabamos de decir, pone en cuestión el valor propio de la imagen como tal, que desgrana el concepto mismo del tiempo representacional mediante una peculiar disposición de las partes y que, además, parece estar inspirada en una obra de Lope de Vega conocida como El Brasil restituido.
Pintura devocional
Pero Juan Bautista Maíno no sólo se contextualiza y consagra con este tipo de grandes temáticas históricas dentro del arte español, sino que pone sus pinceles al servicio de otros géneros como la pintura religiosa hasta hacerla, desde muy pronto, su especialidad.
En este sentido, la muestra del Museo del Prado incorpora obras de extrema calidad como la Adoración de los Pastores y la Adoración de los Magos, pintadas en 1612 para el Retablo Mayor del convento dominico de San Pedro Mártir de Toledo. Ambos trabajos, óleos sobre lienzo de importantes dimensiones (más de tres metros de largo por casi dos metros de ancho), formaban un conjunto devocional junto a otras dos obras de marcado carácter italianizante. El mismo Maíno, volvió una y otra vez sobre aquellas composiciones, teniendo tiempo incluso para elaborar variaciones de sus trabajos, tal y como prueban una segunda versión de la Adoración de los Pastores que se conserva en el Museo del Hermitage de San Petersburgo y una tercera de idéntica temática que guarda el Museo Meadows de Dallas.
Sus obras, reunidas ahora en el Museo del Prado, son, por encima de su calidad, un testimonio de la grandeza de la propia institución. El paso del tiempo llenó de polvo a todos estos pintores que, ni por vida ni milagros, merecen el desgraciado sobrenombre de artistas de segunda. De hecho, su biografía se laurea por la mera labor de haber respirado junto a los mejores maestros de las bellas artes, en un siglo XVII imaginado única y exclusivamente por eso mismo, por ser pintura.
Madrid. Juan Bautista Maíno (1581-1649). Museo Nacional del Prado [1].
Del 20 de octubre de 2009 al 17 de enero de 2010.